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Sapos y culebras.

El poder enunciativo del discurso de las mujeres desde la óptica de “La densidad de las palabras” de Luisa Valenzuela 

Claudia Denisse Navas*

“Temo que nazca niña

y sus piececitos gordos

los muerda un alacrán,

temo que su voz la encierren

y su orgullo lo apague

una mano sin dios,

temo que el hilo negro

siga pendiente del carretel”.

 

Poemas resolutivos (Vargas, n.d.)

RESUMEN

En este ensayo se analiza el cuento “La densidad de las palabras” (2019), de la escritora argentina Luisa Valenzuela (1938). El cuento ha sido analizado desde dos enfoques: el peso del lenguaje de las mujeres en la definición de sí mismas y su mundo; y las relaciones que construyen dos tipos de mujeres: las que son congruentes con el statu quo, las que dicen-bien (las benditas), las que se han apropiado del discurso oficial capitalista y patriarcal y, en el otro lado del ring, esas mujeres disidentes, las que dicen mal (las malditas). El análisis sigue la lógica del relato y sus referencias intertextuales, pero también retoma la propuesta salvífica de respeto y conservación de las diferencias, sugerida por Valenzuela. En resumen, se rescatan voces femeninas que han denunciado inequidades y que han levantado el clamor por los derechos de las mujeres en el último siglo y, más específicamente, en El Salvador, como seres humanas y ciudadanas.

Palabras clave: lenguaje de mujeres, análisis de género, historias de mujeres, derechos de las mujeres, Luisa Valenzuela.

Uno de los cuentos incluidos en la antología “Insólitas. Protagonistas de lo fantástico en Latinoamérica y España” (2019) es “La densidad de las palabras”, de la escritora argentina Luisa Valenzuela (1938)[1]. En las siguientes notas daremos cuenta de dicho texto, dialogando principalmente con dos ejes del feminismo actual: el empoderamiento de las mujeres desde la apropiación de la palabra y la construcción relacional entre mujeres.

 “La densidad de las palabras”, alude a una sinestesia. Siendo las palabras vibraciones sonoras, cuando pronunciadas, o estímulos visuales, cuando escritas, se les carga un atributo propio de objetos tangibles y multidimensionales: la densidad. Se dice que un material es denso según la cohesión, la juntura, a la unión entre sus partículas. Con el mismo vocablo se alude también a los ocupantes de un territorio; en niveles altos, la densidad de una población se asocia a problemas de recursos y servicios insuficientes.

 

Densidad también adquiere significado en la cantidad de minerales de una superficie ósea, que implica fragilidad y riesgo de fractura si es baja. Al atribuir la característica densidad a las palabras, Valenzuela las concibe corpóreas, palpables, evidentes, perceptibles desde la vista y el tacto. Y el relato hará evidente esa materialidad.

El cuento de Valenzuela se entrelaza con “Las Hadas”, de Charles Perrault (1628-1703)  (Perrault, s/f): una doncella es premiada con el don de verter flores y piedras preciosas al hablar cuando responde con gentileza a un hada disfrazada de anciana que le solicita agua para beber. La madre de la joven envía a su otra hija a la fuente, en procura del mismo don. La segunda joven, que también será la protagonista del relato de Valenzuela, no enfrenta a una desahuciada hada-anciana, sino a una dama plena de potencialidades que ordena ser servida. La protagonista responde al hada que haga lo que corresponde para atenderse por cuenta propia. Su desobediencia es castigada también en el ámbito del lenguaje: verter sapos y culebras cada vez que hable.

Una versión del cuento “Las hadas” es la serie animada “Cuentos de la calle Broca” (Gripari, 2003); en ella los dones diferentes provocan que las serpientes de una atraigan a un amoroso investigador de venenos, mientras que la otra es seducida y abandonada por un matón interesado en la pedrería que sale de su boca. 

El cuento de Valenzuela renueva esta trama narrativa desde la joven castigada y el relato y sus disertaciones ocurren en primera persona. Inicia con la semejanza de las dos hermanas: la protagonista es idéntica a su madre; en oposición, la hermana se asemeja al padre. Tal antagonismo deriva en el mimo y el halago para la primera por parte de la madre, y en la animadversión hacia su hermana, que se concreta en la delegación de los quehaceres de la casa y la reclusión en la cocina. En este punto hay un coqueteo intertextual con Cenicienta, cuento cuya escritura se atribuye también a Charles Perrault a partir del rescate de la tradición oral del siglo XVIII. Se conoce, sin embargo, una versión china escrita en los siglos inmediatos al nacimiento de Cristo, sobre una doncella obligada por la madrastra a realizar trabajos peligrosos y a usar un calzado minúsculo que hace que sus pies se empequeñezcan tanto que pasa a ser llamada Pies de loto (Bastida, n.d.).

Tanto en el relato de Valenzuela como en el de Perrault, el padre de las hermanas figura desde la ausencia. El padre hubiera podido mediar, ser defensor y conciliador, trastocar esos destinos discordantes y opuestos de las hermanas, pero no está. Y esta ausencia abre pleno el escenario para la interacción de las mujeres enfrentadas desde la diferencia, no a partir de sí mismas, de sus características, de su núcleo, sino desde el cumplimiento o desobediencia de lo que los otros calificaran como una buena mujer.

A su vuelta de la fuente, continúa el relato, la hermana parecida al padre es vista por la madre, por vez primera, con ojos benevolentes, complacidos, orgullosa de la hija que cumple no solo con sus expectativas, sino las que le procurarán reconocimiento social. Entonces, envía a la fuente a su otra hija, la que se le ha semejado siempre. Ni siquiera deberá volver con agua, su afán deberá ser el servicio al hada para recibir un don. 

Las hadas llegan a los cuentos fantásticos como herencia de la mitología griega y romana, que también los identifica como Hados. Se les representa como mujeres de eterna y gran belleza, dotadas de alas que protegen a través de un legado de dones. Aparecen en las leyendas antiguas, pero será en la Baja Edad Media (siglo XI al XV) que tomaran protagonismo junto a enanos, duendes, gigantes y sirenas. De las hadas se decía que el mejor momento para hallarlas es con la luz de la luna, que duermen en inverno, que se alimentan de miel, fresas y el néctar de las flores; sus órdenes deben cumplirse al pie de la letra ya que son capaces de infligir toda clase de encantamientos o hechizos. Además, cambian de apariencia a su voluntad (Díaz, 2019).

El hada, dice la madre del cuento de Valenzuela, es una vieja desdentada, pero luego se corrige a sí misma, es una generosa mujer entrada en años con el don de premiar a quien habla con piedad, a la mujer de risa moderada, a la que se privan de un insulto, a quien pueden generar un lenguaje alternativo, amable, magnánimo. Son muchos los vocablos amables que se han creado desde el patriarcado y el capital para designar realidades difíciles: adulto mayor, personas con capacidades especiales, asentamientos precarios. El cambio de nombre no ha implicado, sin embargo, medidas políticas importantes y sostenibles para darles respuesta. No se trata de una visión integral y consciente de la realidad, sino de un maquillaje delicado, indoloro y limpio. 

En vez de la desdentada pedigüeña, a la segunda hermana le toca en suerte enfrentarse a una emperifollada dama que le ordena darle un trago de agua. Más la protagonista del cuento de Valenzuela no tiene ni la piedad ni la disciplina militar que le ayudaría cumplir órdenes sin cuestionamientos. Larga ha sido la historia de servicios y recursos que, sin cuestionamiento, en el ámbito privado, las mujeres han debido otorgar en función del bien común, incluso a quien puede proveerse de ellos por sí mismo. La desobediencia ante el mandato cuestionable y absurdo es una afrenta al orden establecido que se califica de soberbia. Definida como altivez, como exceso de magnificencia, como la ira expresada en acciones descompuestas o palabras injuriosas, la soberbia es uno de los pecados capitales más serios, relacionado con la apreciación descontrolada del valor propio. La virtud que se le opone es la humildad. El orden patriarcal calificara como soberbia a la mujer que sobresale, la que se justiprecia, la que desde sus convicciones toma posturas retadoras, la que es capaz dar valía a su propia persona y sus causas. Su destino será trashumar por el bosque, entendido como esos ambientes poco hospitalarios, donde deberá lucha por sus convicciones, por posicionarse ante quienes la desmeritan, con el cansancio concomitante, pero recuperando “una dignidad desconocida” y sin “un minuto de tedio”, como la protagonista del relato de Valenzuela.

En cambio, la hermana, recatada y dulce, se vuelve manantial de riqueza para el poderoso príncipe, quien no dilata en desposarla, en asegurarla para sí, en enajenarla, confinarla en su castillo.  El comedimiento y la lisonja le derivan en un feliz matrimonio. La protagonista adelanta una conclusión respecto al trato diferenciado que las mujeres reciben: “la moraleja final es de una perversidad intensa y mal disimulada”. Se cuestiona, sin respuesta, qué inclina a las mujeres a parecerse a uno de sus progenitores, a elegir una u otra manera de responder, a ser y comportarse tierna y condescendiente a una, y llana y directa, carente de diplomacia e indulgencia a la otra. Por ceñirse o cuestionar mandatos y expectativa sociales, las mujeres de hablar dulce y sutil acabarán enemistadas con las descaradas y malhabladas, profundizarán sus diferencias en medio de discordias. Se trata de “destinos dispares, demasiados esquemáticos, intolerables ambos”, define la protagonista.  

El uso asertivo de las palabras es considerado limítrofe, impertinente, rayano con el atrevimiento y la osadía. Hay una valoración tanto ética como estética de las palabras, que además de malas, son feas. La mujer que nombra sin miramientos con su linda boquita realidades temidas que se traducen en sapos y culebras, horroriza a los hombres. La protagonista se priva de pronunciar otras peores, para no ofender más a su madre que también la maldice: “Tú en cambio nunca te casarás, hablando como hablas actualmente, bocasucia”.  Tal adjetivo funciona como una sinécdoque: se refiere al lenguaje, a la cavidad bucal por donde salen las palabras, a la cabeza que las piensa, a la persona que se rige por ellas. Esa bocasucia apartará de la hija a los hombres que quieran pretenderla, se alejarán de ella como lo harían de una leprosa cuya infección se ha generalizado a todo su cuerpo y es ofensiva para la vista de otros. Las madres son las encargadas por mandato patriarcal de la trasmisión y preservación de las conductas “adecuadas” de sus hijas, tarea que igualmente deriva en una relación desastrosa de enemistad y resentimiento entre ambas, que tarda en sanar, o sana de forma póstuma. Madres e hijas se enfrentan en la ruta que marca el patriarcado, sin herramientas reales de poder, sin ser tan disimiles entre sí. Es una imagen especular donde ambas están destinadas a la soledad por incumplimiento o transgresión.

La protagonista se pregunta si esta no es la verdadera maldición, la soledad a que se confina a quienes espantan por su capacidad de decir lo desagradable, de darle materialidad. Hay una leve desazón, un mal gusto que queda en su boca cuando se pregunta si alguien podrá quererla tal como ella es; pero el desconsuelo es leve, las palabras la acogen, hay ranitas amigas y culebras con las que se adorna y con las que cuenta la historia silenciada, la larga historia de escisiones, la otra cara de la historia que la denigra. Regodeada en ese lenguaje directo y claro, mide las palabras por su métrica con su intensión asertiva: una palabra corta y sale un sa-po, una palabra larga y sale una cu-le-bra. Al posicionarse como escritora, la protagonista agradece el suceso que le permitió dar vida y materialidad a su lenguaje. No es algo tan terrible decir sapos y culebras, es casi natural y fácil dada su viscosidad. Las palabras delicadas serán flores y piedras preciosas, pero permanecerán donde caigan, llegarán hasta donde rueden, brillarán solo si se les da pulimento. No tienen vida propia, no saltarán, no se van a expandir por los caminos, no van a transformarse ni van a transformar a quienes los miren. Las palabras gentiles generan fulgor, aromas perecederos, tienen una mera cualidad estética y de cortesía. En cambio, las palabras altisonantes generan horror, pero obligarán a ser vistas y reconocidas, obligarán a cambios. Por ejemplo, el término violencia obstétrica nombró, desde la perspectiva de las mujeres, a los maltratos físicos y psíquicos sufridos por embarazadas o por parturientas durante sus alumbramientos por parte del personal de salud. Durante largo tiempo, estos maltratos fueron ignorados o se disminuyó la carga de estrés que sumaron a las pacientes ginecológicas, carecieron de nombre. Una vez identificados, adquirieron una categoría lingüística y ética, y se ha estudiado su variedad y frecuencia: trato irrespetuoso, actitudes de desprecio y maltrato, críticas o comentarios negativos, ocultamiento o negación de información, procedimientos realizados sin consentimiento de las mujeres, gritos, regaños y amenazas, agresión física, negación del contacto inmediato con la criatura recién nacida sin causa médica justificada, entre otras (Pereira, C. y otros, 2015). Las acciones para denunciar y corregir este tipo de violencia requirieron, primeramente, que se reconociera, que se nombrara y definiera. Este nombramiento, y por tanto su visualización, es vigente y progresivo; aunque es un avance, el término violencia obstétrica tiende a relacionarse con los procesos propios del parto, lo cual resulta insuficiente y limitado, y se propone extenderlo a la violencia ejercida por el profesional de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de la mujer (Miriam Al Adib Mendiri y otros, 2017). 

A tal grado le pertenecen las palabras a la protagonista del cuento de Valenzuela que juega con ellas, construye aliteraciones como en la frase: “… mi hermana […] regó por todo el piso fragantes flores y fulgurantes joyas”. O se deleita en el siseo que evoca el desplazamiento de un reptil: “A veces lo viscoso emerge igual, en un suspiro”. O invoca el mandato al silencio a través de la profusión de la letra s: “Sus besos deben ser por demás silenciosos”, silencio a obedecer incluso en lo más íntimo y sensual. 

Señora de las palabras, no solo habladas, sino también de las escritas, la narradora las hace perdurar, sobrevivirle, ser capaces de reproducirse por mera partenogénesis, como una lagartija iridiscente, ser de variantes tonalidades, según el ángulo desde el cual se les observe. Y con esas palabras construye una historia alternativa, corrige la oficial, deja las heridas, de polarizaciones y mitos que hablan de ganadoras y perdedoras, que son denigradas desde el discurso oficial. Llega con certeza a lo nunca dicho. A pesar de la conciencia de su maldición, es decir, de su mal decir, la narradora sabe que hay vocablos peores. Y los está buscando, dice; va del bosque al páramo, y encuentra espacios nuevos donde “proferir blasfemias de una índole nueva para una mujer”.

La altanería de la protagonista se acentúa a tal grado que la misma madre la echa de casa. Nombra lo incómodo, así que es exiliada, expulsada. El exilio es sinónimo de castigo no solo por el distanciamiento de la buena sociedad, sino también por la separación de la tierra donde se ha vivido de siempre. Esta condición no es un hecho aislado o ficcional, más bien, ha sido encarnada por numerosas mujeres intelectuales y escritoras, como es el caso de Hannah Arendt (1906-1975), filosofa de origen alemán, posteriormente nacionalizada estadounidense. Acuñó entre sus palabras-culebra el concepto de pluralismo en referencia a la libertad e igualdad política de las personas y que alude a una perspectiva de inclusión. En Latinoamérica, Elena Garro (1916-1998), escritora de reciente reconocimiento, huyó con su hija Helena de México, su país natal, y se autoexilió en España y Francia durante la década de los setenta, luego de controversias políticas que la acusaban tanto desde los movimientos de izquierda como desde el gobierno. El exilio cuaja en su relato “Andamos huyendo, Lola”, que refleja las vejaciones que el poder inflige a quienes sufren persecución y acoso en tierra ajena.

El exilio no siempre es dado en relación con el lugar de residencia, también lo es en relación con los ámbitos de poder y cultura. La investigación de Sonia Ticas (2011) da cuenta de cómo la educación fue gratuita y pronta para los varones después de la independencia de Centroamérica; en cambio, la educación de las mujeres es promovida hasta 1847, y con el objetivo de preparar a las jóvenes para ser esposas, madres y buenas administradoras de la economía doméstica. Debido a los preceptos sociales, no pudieron sustraerse a esta nulificación de sí mismas ni las mujeres cuya clase social y económica les hubiera permitido contradecirla. Este tipo de exilio se acompaña de la imposición del silencio, rasgo característico del ser mujer, a tal punto que Claudia Lars define a su madre como la “silenciosa por excelencia” (pág. 10). 

En el cuento de Valenzuela, ambas hermanas, de hecho, están confinadas-exiladas, aunque en diferentes ambientes. El ámbito de la primera es redondo, femenino dice la autora. Redondo como un cuerpo en gestación, como el ciclo del trabajo doméstico que se reinicia cada día en un sinfín monótono; sin aristas, suave para moverse al ritmo de la presión que se le imprima. No sobrepasará su castillo, estará siempre en riesgo de rodar en una perla, de cortarse la lengua con un diamante, con el cuerpo rellenito y casi diabético a fuerza de pronunciar tanto vocablo edulcorado. Hay un costo innegable para las mujeres que constantemente están mordiendo su lengua para no pronunciarse, de hablar de por vida con cuidado y cautela para no proferir gritos, insultos, quejas, reclamos, observaciones inoportunas, para ser amable en cualquier espacio y ante cualquier circunstancia. Están sujetas siempre a los mandatos expresados en el habla popular (“si la hablar no has de agradar, será mejor callar”, “calladita te ves más bonita”, “en boca cerrada no entran moscas”), mandatos romantizados incluso en la poesía: recuérdese como el verso de Neruda en su poema 15 “me gusta cuando callas cuando estás como ausente” que ha sido constantemente respondido por las feministas y analizado por una de las compatriotas del poeta bajo la frase: “Neruda, cállate tú” (Millán, 2020). 

La frase lisonjera y el silencio son mandatos frente al orden establecido, y también preceptos a seguir entre las mismas mujeres, ya que desde la palabra compartida podrían identificarse y reconocerse como colectivo amenazado, y las alianzas entre iguales son peligrosas.

Un príncipe es, en cuanto premio para esa buena y silenciosa mujer, hermosura, juventud, protección y mimo desde el poder. El hogar, el castillo, es parte del combo, una esfera de protección, de provisión, de salvación, preservación, incluso para retornarla de la muerte, como a Blanca Nieves.  Es cuestionable si los hombres pueden acoplarse a este perfil, tanto por su provisión psíquica como económica. Además, el hombre-príncipe es incapaz del debate, del contrapunto, no ve en la mujer a una interlocutora. “Dicen que no es demasiado intelectual”, dice el relato, y si este príncipe permanece junto a una mujer complaciente, es solo por su valor de cambio. 

La otra hermana, la atrevida, tampoco será escuchada por muchos. Pocos la mirarán de frente, como a Medusa, con quien comparte las culebras como elemento aterrador. Su ambiente será lo incierto, el espacio del destierro, lleno de zarzas y ramas de árboles podridas que ceden bajo su pie. A solas, se ganará a pulso su espacio, y desde allí, su lucha la enaltece, carece de tedio. No la descorazona el estar a solas, y también, a veces, en silencio. La apropiación de su discurso la hace incluso incapaz de engañarse a sí misma, por eso no hay príncipe a la vista a pesar de besar algunos de ellos para emular a su hermana. Es más, se pronuncia en contra de los encantamientos, de la seducción, “del maravillamiento”.

La narradora concluye la historia con el encuentro de las dos hermanas. Una hermana llama lanzando pétalos por la boca, la otra corre a su encuentro con su séquito de reptiles. Hay un puente que se cruza para el encuentro, y ambas mujeres hablan de lo no dicho por años y años. Las palabras se cohesionan, se funden, se transforman. De repente, hay una flor que sabe engullir, y una víbora adornada con gemas, un escuerzo que mastica una diamela. La densidad, la corporalidad de las palabras se hace variopinta y múltiple, les arrulla en un coro polifónico. No se pierde la identidad en el reencuentro, hay un reconocimiento de sí, pero también de la otra.

La historia de los últimos dos siglos da muestras claras de cómo las mujeres se han unido ante la opresión patriarcal, han reconocido como la misma sobrepasa cuerpos, edades, credos, clases sociales, eras y territorios. Las feministas de Europa y Estados Unidos iniciaron sus luchas por el acceso al sufragio y los derechos laborales a mediados del siglo XIX y se extendieron hasta 1920. Como en una carrera de relevos, este mismo año fue el punto de arranque para las centroamericanas por las mismas causas. De 1920 hasta 1980, las europeas y estadounidense extendieron su lucha a la esfera privada, reclamaron el reconocimiento de sus derechos sexuales y reproductivos y la igualdad entre los géneros. En el mismo período, las centroamericanas se involucraron en las guerras contra la represión de las dictaduras militares. Entre los años ochenta y noventa, las mujeres del globo inician la polifonía que reivindica Valenzuela: se reconocen en la diversidad de sus intereses, se separan de los movimientos de izquierda, se consolidan en torno a oenegés o colectivos. Han asumido que las alianzas no son para todo ni para siempre, pero que es necesario que todas las mujeres puedan surgir fortalecidas, juntas cuando es menester en sonidos potentes de confrontación.

Las salvadoreñas han vertido y siguen vertiendo sapos y culebras. En los albores del siglo XX, Lydia Valiente abre espacio en su poesía para después pronunciarse en 1951 por su pueblo campesino y obrero, al que califica, desde sus palabras-culebra, de “deschirajado, palúdico y hambriento” (Valiente, 2013). El nuevo siglo ha visto el surgimiento de políticas y leyes a favor de la condición y posición de las mujeres. Poetas, editoras, cuentistas, ensayistas, docentes, comunicadoras, activistas por la equidad de género, artistas plásticas; algunas de ellas son citadas en el artículo “Nueve salvadoreñas que reinventan la palabra escrita” (Luna, 2019). Mujeres de barrios precarios, madres solteras que nunca habían asistido a un teatro, se toman el escenario para representarse a sí mismas y compartir sus historias de búsqueda de recursos y el reconocimiento de sus derechos en La Cachada Teatro. Ellas y muchas más, desde sus púlpitos, dueñas y señoras del lenguaje, solas o en alianzas, lanzan sapos y culebras para sentar presencia como constructoras de significados y realidades.

Aunque los avances son muchos, la trayectoria no es lineal. El Salvador presentó fuertes retrocesos en el tema del aborto a finales de los años noventa, con mujeres encabezando esta regresión con el lema de “Sí a la vida “que ha enviado a la cárcel y a la muerte a muchas congéneres en los años siguientes por embarazos fallidos. No ha habido excepciones, así el embarazo sea una amenaza a la propia mujer, o el resultado de una violación o un incesto. “Entre 1998 y 2020, alrededor de 50 mujeres han ingresado en la cárcel por abortar, incluidas las 18 que están actualmente en prisión” (Bazán, 2020).  Además, hoy en día, sigue siendo dispar la distribución de cuotas por género en los cargos públicos decisorios; la participación de las mujeres en el ámbito político sucede en medio de diversas expresiones de violencia; los feminicidios, la violencia sexual, el limitado acceso a servicios y redes de soporte demandan voces corales de denuncia y reclamo.  

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[1] El cuento La densidad de las palabras también puede ser accedido desde la publicación digital de Arcadia, sección Literatura, en el link https://www.semana.com/libros/articulo/la-densidad-de-las-palabras-un-cuento-de-luisa-valenzuela/80959/

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Luisa Valenzuela es hija de Luisa Mercedes Levison, también escritora. Ha residido en París, Nueva York, Barcelona y México. Ha sido docente, cineasta, periodista, conferencista, y ha servido como jurado en varios certámenes literarios. Su obra incluye novelas, volúmenes de cuentos, micro relatos y ensayos (Valenzuela, n.d.), varios traducidos al inglés, portugués, francés, serbio, italiano, coreano, alemán, serbocroata, holandés y japonés. Parte de su discurso literario fue censurado durante la dictadura cívico militar del período 1976-1983.  Ha sido acreditada a diversas becas y recibido diversos premios; el último de ellos, en el 2019, fue el Premio Carlos Fuentes, de la Secretaría Cultural de México. Es, en suma, una de las mejores representantes de las Señoras de la Palabra, de esa palabra disonante y oscura, fuerte y peligrosa, la palabra que llama al caos creativo. 

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*Claudia Denisse Navas Rodríguez. San Salvador, El Salvador (1963). Licenciada en Psicología y de Maestra en Comunicaciones (Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, UCA). Ha trabajado en el diseño y coordinación de programas sociales de apoyo a poblaciones vulnerables por más de tres décadas. Desde su experiencia laboral, ha desarrollado textos pedagógicos populares, artículos, y ensayos sobre la realidad cotidiana de las comunidades empobrecidas, los cuales han sido publicados en documentos académicos y revistas universitarias. Forma parte del Taller Literario Palabra y Obra. Su trabajo literario centra sus esfuerzos en el cuento, poesía, y narrativa de historias familiares. Uno de sus cuentos recibió mención de honor en el XII Certamen Literario Conmemorativo de los Mártires de la UCA (2019). Sus textos forman parte de la revista Cultura N. 125 (Ministerio de Cultura, Gobierno de El Salvador, 2018) y de las antologías “El territorio del Ciprés” (Índole, 2017), “Cuentos del sábado” (Índole, 2019), “Esto no es cuento” (Índole, 2019), “Aprender Leyendo (Ministerio de Educación de El Salvador, 2020) y Mujeres al centro (2020). Su primer libro, Criaturas de polvo y sal (2021) abre la colección Sarasvati[1]de la Editorial Ojo de Cuervo.

[1] Sarasvati: diosa hindú del conocimiento, del aprendizaje y de las artes

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Bibliografía

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Bazán, C. (septiembre de 2020). “Exigen la liberación de 18 mujeres encarceladas en El Salvador por abortar”. Obtenido de Efeministas: https://www.efeminista.com/mujeres-carcel-aborto-elsalvador/

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