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TOQUE DE QUEDA (VARADOS EN HONDURAS)

 

 

 

 

Dedicado a Josué Andrés Moz, Erick Arévalo y Rommel Martínez 

 

 

«Es momento de dar la mano, sin darla, realmente», dice, por televisión,

un civil que de vez en cuando se disfraza de militar. Sonámbulos aúllan

 

los perros espectrales, y todos aseguran que son los del vecino, pero este

es un vecindario de una sola casa, una biblioteca de un solo libro, un llanto

 

de una sola lágrima. «Nuestro siglo iba a ser mejor que los pasados»,

comentan en la pulpería las mujeres. Acá todos pueden saborear la cola

 

que la serpiente se ha metido en la boca. Acá todos pueden ser tachados

si se atreven a cruzar la página. «Aquí tu odio, aquí tu hijo. Quien no crea

 

en mí, que me persiga». Las mesas contra las bancas, los ladrillos contra

las vitrinas, el vientre contra las botas comando. «Y todo en exclusiva hasta

 

la televisión de su casa». No le temo a los fantasmas de mi país, ni al libro

que me obligan a leer con ojos nuevos. Hoy, igual que ayer, la distancia no

 

ha cambiado: en los cementerios, en las montañas, en lugar de cruces, se

alzan los huesos de cadáveres no identificados. Sirenas. Patrullas. Sombras

 

corriendo a extinguirse en la luz de las ventanas. Aunque no hemos perdido

la fe, ya no oramos. Nos aterra imaginar que nuestras plegarias también podrían

 

estar intervenidas. Arrastramos las sábanas como un párpado que se come

los ojos. Damos las «buenas noches», con miedo a que alguien más nos conteste:

 

«¿quién amanecerá con una cruz o una moña negra en la puerta, mientras

los pájaros picotean la escasa luz que se desmorona de nuestros panes?».

SE BUSCA

 

 

Ayer perdí mi sombra.

                  Yo, que la sacaba a pasear

y la cubría cuando la luz le dañaba los ojos,

                  la perdí.

 

Pero la sombra de todos los hombres se parece.

                Quizá no la he perdido,

tal vez me la robaron.

                ¿Pero cómo saberlo?

¿Cómo saber si la sombra que tengo

                 es la que nos han dado?

 

¿Cómo saber si la nítida silueta,

                entre todas las que hay, es la correcta?

 

Quizá tengamos la sombra de otro

               y otro tenga la nuestra,

y nunca lo sabremos.

 

Quizá yo soy la sombra de mi sombra

              o la sombra de otro hombre.

Quizá yo también esté perdido

              y quizá nadie me esté buscando.

 

 

 

III

 

 

Es ahora cuando el invierno abre mi pecho.

                        Es ahora que lloro

como una represa que el invierno ha roto

 

Yo me licencié porque mis padres nunca pudieron,

ni mis abuelos tampoco. Todo el bosque cayó en mi hoja.

            Todo el mar buscó mis zapatos.

                        Fosas de ayer. Fosas de hoy. Fosas de noche.

            Un tambor de horror perseguía mis pasos.

 

Oh Nicanor Parra. Tomas Gösta Tranströmer, alguna vez grité,

                        borracho, tu nombre, mientras tus versos le devolvían la vida,

dentro de una ambulancia, con un CPR, a mi alma desplayada entre la aurora.

 

A través del espejo del tiempo, me recuerdo, con los pulmones en alto

                        y la adolescencia empuñada, tirando tomates

a la rectoría del pasado, derribando las puertas de los libros,

                        un día domingo, ignorando que es día de fiesta.

 

Yo pesadillaba con los Heraldos Negros que tejen zanjas grises en el alma,

                        cuando solo tenía dieciocho años.

Y creía en Vallejo y su Dios enfermo. Yo sí creía que Dios tenía catarro

                        y que le había durado hasta mi nacimiento.

Deseaba una segunda Babel, pararme en sus hombros

y asaltar con sueños al cielo.

            Pero el cielo cayó como toro espeso en mi corazón.

 

            La Biblioteca, La Huelga de Barrenderos, El Comunismo,

                        todo fue corazón de juventud, ala clavada en la voz de un pájaro,

            mancha de luna en la ventana.

 

            Cuando se es joven, uno tiene tantos sueños que se duerme en las aulas.

 

Al leer la hoja de vida, la piel ya no se reconoce

en sus latidos, en sus miradas, en sus máscaras

que se buscan, brincan y acechan.

 

Llega el día en que uno se despierta y se busca el cabello,

                        pero se toca la calva, y a uno se le ocurre que tal vez han despertado

a uno diferente y que el verdadero yo sigue durmiendo

en una revista indexada en algún país del norte.

            Llega el día en que uno ya no cabe en su cuerpo,

                        que la sensación de frío toca todas las palabras,

            que el corazón ya no parece tan blindado y que el polvo de la piel

                        regresa como tormenta una tormenta del desierto.

Y la cerradura de la memoria deviene enmohecida en la pipa del reproche:

                        sexos de múltiples patas, árboles podados de consciencia,

briznas de yo, trajes de ayer y muerte; todo percudido,

todo barnizado en una helada capa de culpa.

            Es la burocracia del otoño, el rascacielos de los años,

                        la vida demente que cavila sobre el olor pestilente del cadáver.

            Atrás quedaron las estaciones de piernas abiertas al final de la cama,

                        los trenes perfumados con vagones de labios diferentes.

            Atrás quedó la boda blanca donde juré ser más casto que Domingo Savio.

 

                        Los que alguna vez quisieron el cambio,

ahora, ni desnudos, se pueden quitar el uniforme de burócrata.

 

            La vida segrega su venganza en nuestras manos que friegan pañales

                        y corbatas contra el fregadero recostado en el corazón,

            mientras la consciencia sigue durmiendo en un escritorio

                        de filosofía o de ciencias médicas.

            Es ahora que un silbato de puerto trae consigo la carta ceniza del tiempo,

                        solo para descubrir, en una hoja del MP, una orden de alejamiento;

            que en Bora Bora, París y Londres no te pudiste encontrar;

                        que sos huérfano y también lo son tus padres,

            que tu consciencia es un cadáver dormido

frente a un pizarrón en rectoría.

 

            ¿Dónde quedó tu juventud soñadora que soñó alguna vez

                        no soñar que despertaba?

            ¿Dónde quedó el vagón del verano,

de cuyo rumbo te burlaste tanto?

           

            Al final todos acabamos pintando sacos y corbatas en el tímido muro

                        del anarquismo universitario.

            Yo también soñé con gasolina. Yo también soñé con los puños en alto,

                        con la cordillera revolucionaria que caminaba mordiendo frío.

            Yo también fui cursi. Yo también rugí los versos cursis de O. R. C.

 

            Y aquí estoy, veintidós años después, como un buda de piedra, muerto,

con Hitler y Freud, mientras un diván me cuenta sus problemas.

LA ANFISBENA

 

A Sylvia Plath

 

Hay en mi vida una serpiente de dos cabezas.

             Una me estrangula y me dice:

              ¿Qué andas haciendo jugando al poeta?

Mientras la otra me llama

               y me tiende una manzana donde se refleja una inocente Eva.

A veces quisiera que me asfixiara,

              pero si muero ella muere.

La tarea de la Anfisbena es poblar mi carne

              y hablarme y mantenerme despierto.

 

Hay en mi vida una serpiente de dos cabezas

             que se esconde entre las hojas secas de mis párpados.

Una me habla de la vida doméstica, de los niños en los parques

              y la herencia litigante del nombre.

La otra, de la rima y los crisoles, del útero-escritorio

              y de las lecturas en café-bares.

 

A veces me señalan un viejo roble. El roble es mi vida.

             Las hojas son mi futuro. Y hay cuatro colores de hojas.

La verde es la persona con quien debería compartir mi vida.

             La roja, mis hijos corriendo en algún parque.

La amarilla, mi carrera como escritor.

              Y la marrón, un brillante profesor universitario.

Pero mientras estoy tratando de elegir,

              las hojas comienzan a pudrirse y a caer,

hasta que el árbol se queda sin hojas

              y yo sin poder decidir.

 

La Anfisbena me habla,

             se enreda en mi cuello

y estrecha el espacio que me obliga a elegir,

                         mientras yo veo las hojas caer.

 

 

 

 

iv

el sol

en sus ademanes de ave muerta

descolorido

llega a extinguirse en el horizonte

y al extender el brazo derrama

un cáliz amargo

 

créeme:

hay un cielo abierto sobre las arrugas del lenguaje

una marea iluminada por el faro de siempre

huestes marinas exhumadas de las grietas

 

hay una ciudad de sentimientos en morgues

nubes de polvo devorando el paisaje

 

como los truenos en la noche

en línea recta las calles desaparecen

los parques los autos el asfalto la casa

en la esquina

entre nubes entre mares

se derriten se ahogan

y se hielan

 

créeme:

hay catedrales mordidas por el fuego

autos desamparados junto al semáforo 

rostros arrodillados entre escombros

interrogando la ceniza sin sentido

 

hay columnas de fuego escritas por la pólvora

ejércitos talados de un manotazo

adoquines de carne a mitad de la calle

buscando paisajes sobre los muelles rotos

 

créeme:

el tiempo desaloja la palabra de los cuerpos

y los cuerpos vacíos de vida se quedan

no hay en el verbo palabra

ni piedras en la garganta de las flores

 

hay muertes indiferentes sembradas en la llanura

retoñando invisibles en el horizonte

como piernas de fuego corren entre las improvisadas tumbas

petrificadas en la acera después del bombardeo

 

créeme:

hay coronas invisibles inclinadas frente al espejo

incapacitadas para salir del laberinto del pasado

 

cuerpo:

guitarra sin cuerdas

garganta sin canto

tu única tarea es gritar

el triste pecado de ver el norte como otro cielo

y saber que está vedado y no saber por qué lo deseas:

 

—se ha declarado la guerra pero ¿Cuándo estuvimos en paz?

las zarzas

 

mi madre:

                            el bello arbusto

                            que mi padre regaba con penitencia

madre:

                            yo también fui esa calle

                           donde las aves se incendiaban con el sol

 

                           mi padre cuando camina

                           me recorre a mí

                           en busca de mi madre

* Matheus Kar (1994). Fundador y miembro único del colectivo Bartleby. Creador de La Poeteca: taller de escritura para sensibilidades creativas. Ha publicado los poemarios Asubhã (Premio Manuel José Arce; Editorial Universitaria, 2016) y Alturas de Wall Street (Premio Ipso Facto; Editorial Equizzero, 2018; Tujaal Ediciones, 2019), así como la plaqueta Felina sombra de la infancia (Malpaso Ediciones, 2020). Editor de revistas especializadas en la difusión de poesía joven y organizador del Congreso Centroamericano de Literatura de la Universidad de San Carlos. Ha participado en festivales literarios y antologías de toda Latinoamérica.

4 TEXTOS  

MATHEUS KAR

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