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5TEXTOS DE Byron Ramírez*

ilustraciones DE Héctor Hernández 

DESAMPARADOS

I

Son estas calles prohibidas

las que recorrí dormido alguna vez,

de norte a sur,

las que aguardaron los secretos

de mi infancia, los juguetes rotos,

los libros de más y mil retratos.

 

Todo se ha perdido.

Aquí donde estamos ahora,

(estatuas de cal bajo la lluvia),

alguna vez surgieron otros huesos,

otras palabras con mayor sentido

y se izaron campanadas en señal de libertad.

 

Alguien habló de tiempo.

Mañana existirá otro pueblo.

Mañana nos sentaremos a beber del pasado

sin tanta desidia taladrando nuestras sienes.

 

II

Pero yo no hablo de esperanzas,

pues la poesía nada sabe

de esa luz que se desvive

por no apagarse en nuestro aliento

y que se aferra con las uñas

a un horizonte nuevo, tan lejano.

 

La poesía solo sabe del dolor,

de ese barrio que nunca descansa

pues no puede cerrar sus ojos

un segundo, sin presentir la bala saliendo de la boca

como una boa entre los árboles,

el cuerpo tendido de un estudiante sobre el asfalto,

el policía lavándose la sangre en casa ajena

repitiendo de memoria sus excusas,

mientras el ruido de las sirenas

rompe el silencio en azulejos.

 

La poesía solo sabe del dolor

cuando el escalofrío se apropia del oxígeno

y no se puede mirar al cielo

sin sentir el calor amargo de esa daga

perforando el esternón

o la amenaza de ser arrebatado del mundo

por el mundo,

o el desequilibrio

que supone ser humano

a mitad de un destino sin memoria.

 

Y no tenemos manos enormes

para arrancar las fronteras, una a una.

Y no tenemos mejor forma de gritar.

Y no tenemos más armas

que el simple acto de escribir hasta la sangre

lo que nos asfixia,

lo que nos ofrecen y nos quitan,

lo que nos obliga a desconfiar del vecino

con tanta rabia y necedad.

 

III

Son estas calles prohibidas

las que ahora regresan a nosotros

en forma de buitres o de sueños

y se abren para nosotros como avenidas,

sin que podamos caminarlas

con estos pies empapados de sangre.

NORTE SOBRE EL VACÍO

El extiende el norte sobre el vacío, y cuelga la tierra sobre la nada.

JOB 26:7

 

Aquí está Job, de nuevo, con los brazos abiertos

esperando la lluvia ácida del mes de agosto.

De llanto, han tejido tus años

una segunda piel sobre su cuerpo: caparazón de hambre y barro.

 

Aquí está Job

-ni mar ni monstruo marino-

tan solo un hombre pequeño y pobre que se posa sobre tu hombro

y el aire atraviesa sus llagas,

y no se inmuta la luz ante su imagen de perro inválido.

 

Has hecho tú una valla alrededor de él,

de su casa y de todo lo que tiene

 

¡Te lo arrebato para siempre!

Lo sostengo con ímpetu de fiera amenazada. Ahora sí:

Aquí está Job sobre mi palma, tembloroso.

Nadie puede lastimarlo ahora

ni siquiera el Verbo insolente, anudado a tus costillas,

ni siquiera la espada o el diluvio que inventarás más tarde

cuando la ciudad duerma su siesta junto al Leviatán.

 

Nada podrá tocarlo. Cerraré la mano si te acercas

y entonces será una isla mi puño

en la cual habitará el hombre pequeño

y amanecerá el día de la nada

porque la palabra día existirá en la memoria de mi pulso

como existirán manzanos y cavernas

y una gran playa sin turistas donde Job acampará la madrugada

esperando que yo nombre a su familia

y su familia brote entonces de mi aliento,

nazcan girasoles en las piedras de los ríos,

surjan nuevas bestias que invoquen la penumbra

y construyan por la tarde un camino de agua

que llegue hasta las caravanas de Temán.

 

¿Quién prepara para el cuervo su alimento,

cuando sus crías claman a Dios, y vagan sin comida?

 

¡Aquí, aquí! Querrás luego buscarlo para ungir sus pies con aceite

y decirle hijo, has vuelto a mi regazo agradecido,

pero nadie te dejará pasar de la puerta del jardín

aunque ofrezcas a Orión como regalo

o te rasgues las ropas a la orilla del León,

porque Job, tan pequeño, estará pescando en mi huella dactilar

con una nueva Tierra de Uz a sus espaldas.

 

Yo te mostraré, escúchame:

aunque lo llames, no responderá,

aunque te oiga, nadie atenderá tu llamado.

 

El ojo que lo vio, no lo verá más; sus ojos estarán sobre mí,

y yo no existiré. ¡No insistas! Deja que tiemble el mundo.

Aquí estarás para siempre, condenado a la lejanía de tu propia obra

Y aunque ni la muerte ni la culpa puedan tocar el borde de tu manto,

el silencio del hombre pequeño envenenará tu sangre.

Será su felicidad tu peor castigo; el infierno naciendo en tu cabeza

EL OLVIDO

 

Entonces qué dice uno

cuando pronuncia cama, sueño

o medianoche.

 

Al final

acaso uno no dice pesadilla y dice bosque

acaso uno no intenta revelar que falta algo entre las sábanas,

otra piel que, como diluvio, llene de patria cada grieta.

 

Qué dice uno cuando se deja absorber por la palabra miedo

con tanto orgullo en la garganta

sin darle importancia al resto de las cosas

ni al rastro infame del día que tropieza con la ventana

ni al anciano del parque pronunciando

llanamente nuestros nombres.

 

Acaso uno no dice hiel o fatiga

cuando dice que amar es fácil

y que el grito es nuestra causa predilecta.

 

Acaso no se dice Aquelarre

o faltan diez para los doce

o disparo a sangre fría

cuando se siente la rabia del mundo

acurrucarse bajo los huesos

y las palabras no dicen nada, aunque se esfuercen por hacer.

 

De qué me sirve decir que el tiempo es esta casa sin paredes,

cuando los años nos apresan con sus garras

y solo somos una dos tres siluetas

encarnadas en la vida.

 

O decir que tu lengua es una barca

encaminada hacia mi boca

si de igual manera estoy sin nada que decir

mirando al puerto

cuando gritas muerte o poema

y dices

o dijiste

-este instante es un milagro-

desde el otro lado de la calle

con tanto incendio en la mirada.

 

Qué puede uno decir después de todo

cuando el olvido nos reclama como suyos

y de igual manera nos encontramos

tan lejanos, en un charco de la suerte,

amándonos hasta el último asombro,

como dos niños descubriendo el flujo de los astros

 

y lo único que nos queda por decir

son estas palabras que no mienten

cuando afirman que somos

ese montón de hiedra seca esparcida en el sendero.

 

 

 

DECLARACIÓN DE RUTA

 

Como tortuga que retorna

me tambaleo,

me arrastro en línea recta

rumbo al vientre de los años.

No tengo alas que me pesen.

No tengo raíz sobre esta tierra.

 

Reafirmo lo que mi cuerpo clama,

la boca semiabierta

de esa mujer que me conoce,

reafirmo todos los libros transitados,

la ciudad que me persigue.

 

Como tortuga que retorna

me dispongo a la marea.

Tocado por el agua, me vinculo a la caricia:

soy un hijo nuevo que perdona

su conciencia solitaria, el absurdo.

 

La última ola llora sal sobre mi abdomen.

La ola siguiente bautiza mi pecho sin dudarlo.

 

Como tortuga que retorna

me abro el caparazón. Suspiro,

resguardo en mis pulmones el caos primigenio,

la razón del huracán que desahoga a Dios

en su colapso.

 

Tocado por el agua,

como tortuga que retorna,

me declaro en pie sobre este mundo.

 

Reconozco que esta voz

necesita del aire, como el fuego.

Reconozco que estos huesos

son tan solo un soplo de destino

sobre el barro.

ESTAS PALABRAS

 

Cuento, una por una,

estas sombras que toman mi rostro como casa

y mi lengua como puente.

Muerdo así el lápiz de su culpa.

Me sostengo a lo que ruge:

 

De mi interior surge un camino de lava

cuando pronuncio sus verdaderos nombres,

no con voz de nacimiento o de espíritu,

ni con estas manos temblorosas por la espera,

sino con lo que habita y respira dentro de la carne,

            dentro del pecho,

dentro del vientre,

como la brisa violenta que acumula las hojas en el rincón

un diez de mayo,

o ese ritmo que impera,

sin luz, entre las filias y los gecos.

 

Ahí, debajo de todo lo no dicho

me dejo guiar por esta ruta:

Sombra a sombra, hilo a hilo,

dejo de hablar el idioma de mi padre.

            ¿Esta vez soy yo

            el que se va; el que no ha sido?

Dejo de hablar el idioma de mi padre.

Y tras de mí

toda la historia del fuego toma forma,

sus leyendas

-cicatrices sin tiempo-

llanto eternizado en la piel de los guepardos;

un alarido que busca en mi boca,

algo verdadero, un río, un círculo,

algo que perdone el dolor del mundo

y rescate al paisaje fatigado en la basura

o la inocencia de ese niño

sepultado bajo la calle.

 

Y entonces soy yo estas palabras que me nacen.

Estas palabras que crecen desesperadamente

y se repiten y se repiten

una vez atizada la hoguera.

 

Estas palabras tienen raíz profunda

en el bosque de las horas

y el marzo de unos labios que avanzan en penumbra

hasta toparse con la puerta y declarar:

            Bienaventurados los que besan

            porque de ellos es el reino de la noche.

 

Y no les basta.

Estas palabras tienen raíz profunda

en el bosque de las horas,

un hechizo de labios suplicante

y la memoria de esa madre que reclama

el secuestro de su hija.

            Bienaventurados los que reclaman

            porque ellos poseerán en herencia

el futuro y la verdad.

 

Y no les basta

porque prefieren lanzarse al látigo

a decir tan solo lo decible.

 

Por eso caminan

mientras hablan de amanecer cantando estas palabras

contra la inercia del cielo,

la pena y el hambre,

caminan, sin fronteras, contra el odio,

el miedo y contra el odio.

 

Por eso se agrupan estas palabras como avispas

y sobrevuelan todas las ciudades de la tierra

en busca de alguien que escuche

la madrugada;

la esperanza del aullido.

En busca de un lenguaje nuevo

que explique el corazón de la tristeza

o la razón de este país que no se reconoce

frente al espejo.

 

            Dichosos los que escuchan

            porque ellos serán llamados

            hijos del poema.

 

Estas palabras que no pertenecen,

ni calzan en el mundo,

no saben caducar,

no se pudren ni se extinguen,

cuando abro sus jaulas como ahora

y las libero de mí mismo,

de este íntimo puño de madera

            las libero,

para que ardan como lágrimas

bajo la llaga expuesta de la noche

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* Byron Ramírez (San José, Costa Rica, en 1997). Cursa la licenciatura de Filología española en la Universidad de Costa Rica, donde también realizó estudios en Filosofía. Se ha desempeñado como editor literario y articulista en diversas instituciones. En el 2017 fue ganador del Certamen de Poesía joven organizado por la embajada de Estados Unidos en Costa Rica y finalista en el Certamen Emilio Prados, en España. En el 2018 obtuvo el primer lugar en el Certamen Nacional Brunca organizado por la Universidad Nacional Autónoma de Costa Rica (UNA) en la rama de poesía, con su libro Principio de Incertidumbre. Ha publicado Entropías (2018), con la editorial Nueva York Poetry Press en Estados Unidos y Adamar (2020), con Poiesis editores, en Costa Rica. Gran cantidad de sus poemas han sido publicado en diversas revistas y antologías alrededor del mundo. Fue coordinador y editor general de la Antología de Nueva Poesía Costarricense (2020).

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