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Jorge Arturo era alto y usaba una gabardina blanca que le hacía parecer más alto aún, cuando estaba trabajando en el laboratorio de la Uned, en Guadalupe. Charlábamos en el segundo piso donde había instalado su oficina que tenía una vieja alfombra café, el escritorio al fondo y en la pared que daba a la calle un enorme ventanal. Así es que las conversaciones siempre tenían como telón de fondo lo que sucedía en la calle. Su poesía también era una poesía de la calle. Había un hombre viejo que pasaba vendiendo pan en un carrito de madera y ese hombre aparecía en sus poemas. Un fin de semana estuvo en un turno de Aserrí y las mascaradas de esa fiesta también entraron a su poesía. Esa era la dinámica de su vida y su escritura. De una forma

distinta, más intimista tal vez, yo también vivía mi poesía de la calle.

 

Creo que eso nos unía. Era como sumar fuerzas para que la poesía ocupara el lugar que estaba destinado a ocupar en nuestras vidas, aún cuando nuestra situación vital era muy diferente. El tenía su puesto de encargado del laboratorio en el que preparaba los reactivos para las clases de química de la Uned, antes había trabajado en una ferretería y yo era un desocupado que vivía a pocas cuadras en un apartamento de un solo cuarto. Vivía entre la nostalgia de mis hijos y la visita casi diaria a la cantina de Polo, cerca del Estadio de Guadalupe, acompañado por don Carlos, el sastre que me rentaba el apartamento, quien generalmente pagaba la cuenta.

 

La poesía de Jorge Arturo seguía un registro que rompía con todo lo que se venía haciendo en la poesía costarricense. Buscaba desarticular el lenguaje para rearmarlo con ternura, a medio camino entre la agonía del desencanto generacional, la pérdida de utopías (estábamos justamente en el filo de los años 90 del siglo anterior) y la necesidad de afirmar su amor a los seres y las cosas bellas de este mundo, en poemas que se desgajaban como un blues solitario.

 

No recuerdo cómo nos conocimos, aunque si tengo clara la primera vez que llegué a su apartamento, que en ese tiempo estaba a la entrada del Residencial Alma Máter en Sabanilla. Elya había publicado Un paraguas llamado Adrián y Se alquila esta ventana y ya desde entonces yo sabía que toda su indumentaria y actitud era la de un gran poeta. Jugaba como un niño con el sentido de las palabras, cubriéndose a veces con “sinónimos de lluvia” o declarándose como

un “simple bufón de hierba/ cuidando su esplendor”. Lo que más me impresionaba de su trabajo desde entonces era su capacidad de escribir esa poesía moderna, de ruptura,  conservando un finísimo e inusitado lirismo. Jorge Arturo escribía en el punto exacto de inflexión entre lo que se venía haciendo en la poesía costarricense (y de lo cual de alguna manera yo me estaba tratando de deslindar también) y la emergencia plena de textos que buscaban audazmente perdurar en la belleza y tragedia de lo cotidiano.

 

Así que pronto nos seguimos viendo en aquella oficina-laboratorio de Guadalupe para charlar y “tallerear” nuestros poemas, compartiendo el mutuo asombro de habernos encontrado.

Jorge Arturo dedicó Perrumbre, tal vez su poemario más logrado, a quienes formábamos en aquel momento su grupo de amigos más cercano. Al mencionarme, escribió fraternalmente: a Edmundo Retana, con quien juego. Y era cierto. Nos reuníamos a jugar. A jugar y a celebrar la poesía, como un rito de asombro. En la intensidad de esas tardes aveces él confesaba en sus poemas ser “una jauría de sueños pelándose por una migaja de pájaros”, “un gato de  hojarasca/ bajo el aguacero” o bien definía magistralmente su oficio de escritor como quien hace “aros de silencio/ por donde pasan las palabras/ a punta de látigos y sillazos”.

 

Así que pronto nos seguimos viendo en aquella oficina-laboratorio de Guadalupe para charlar y “tallerear” nuestros poemas, compartiendo el mutuo asombro de habernos encontrado.

Jorge Arturo dedicó Perrumbre, tal vez su poemario más logrado, a quienes formábamos en aquel momento su grupo de amigos más cercano. Al mencionarme, escribió fraternalmente: a Edmundo Retana, con quien juego. Y era cierto. Nos reuníamos a jugar. A jugar y a celebrar la poesía, como un rito de asombro. En la intensidad de esas tardes aveces él confesaba en sus poemas ser “una jauría de sueños pelándose por una migaja de pájaros”, “un gato de  hojarasca/ bajo el aguacero” o bien definía magistralmente su oficio de escritor como quien hace “aros de silencio/ por donde pasan las palabras/ a punta de látigos y sillazos”.

Así era Jorge Arturo, así era de hermosa su expresión y de clara su

vocación de poeta, domando a las palabras como a animales salvajes que, cuando irrumpían en la noche de su escritura, no le dejaban siquiera restañar sus heridas. Jorge, que similar a Debravo,

habló con la muerte antes de que ella llegara a su guarida y la sintió “doblando la esquina/ como un autobús lleno de niños/ que vuelven de la escuela/.” Jorge, que se preguntaba si las mariposas de la oscuridad total le besarían la boca, y si allí, entonces, rugirían sus bestias.

El poeta alto de abrazos espléndidos y risotadas también espléndidas.

 

El hermano de mirada tierna y perspicaz. El fiero domador de palabras que, sin poses pero también sin vacilaciones, echó gran parte de los cimientos de la nueva poesía costarricense.

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