He puesto los ojos en el cielo y alguien habla desde él. Seguramente es un lugar de anestesias y polifonías. Se puede hablar desde ahí, el poeta lo hace derramando su botella de ojos y fuego herencial y herético. La poesía de Melvyn Aguilar es audible, disponible para cierta música de relámpagos, esencialmente viva de sed y circunstancias. Cerca del abismo aúllan las indeterminaciones y los vacíos: el yo de los ojos del viento. Sus visiones de la realidad tienen que ver con ese pájaro quebradizo en los brazos. Asistimos a la lectura de una poesía sumamente provocadora que hay que leerla como un oleaje, o como los días que caen en pedazos, tal lo dicho por el poeta.
En algunos poemas se advierte esa visión caótica de la realidad, no se puede decir desproporcionada, pero intrincado y anárquico como uno de sus versos. “el río está henchido de cadáveres”, (Láutreamont, Sade). A veces las imágenes reiterativas son desoladas, como una acumulación de tile en un desfile de ventanas ciegas. “Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico no existe, todo es real” (Bretón).
La taxonomía de sus palabras es rica, polimórfica y, sin embargo, ajustada en sí misma. Palabras tan nuevas como “la vieja casa y los viejos días en los que el poeta fue feliz”; palabras foscas de ala de búho; palabras carnales de sábana que enrojecen los caballos negros; palabras que cabalgan en estrofas, aguas y cuerpos; palabras vísceras y palabras sed o comestibles... Pero todas y cada una como las mujeres que amamos una vez, con su específico y unívoco aroma. De esto ya daba cuenta Eliot y William Carlos Williams. Este último nos dice: "Cuando un hombre hace un poema, lo hace, quiero decir, torna las palabras como las encuentra, interrelacionadas a su alrededor, y hace una composición... para que constituyan una revelación en el uso de su lengua", (en Pura López Calomé, serie Poesía moderna 99). Así el poeta “camina descalzo por arenas movedizas”. Para el mundo, como para el poeta “el mundo todo esto es un delirio” (Pound).
Ya antes, mucho antes, Azorín, Marinetti e inclusive Mayakovsky, nos habían referido ciertas imágenes futuristas como el tren que nos conduce por vías, paisajes y senderos inusitados. Sin embargo, Melvyn Aguilar, nos renueva ciertos significados en el caleidoscopio de la infancia, de su infancia y hay cierta añoranza con el alma de un bestiario. (Pero no es el tren esposado a su conciencia, sino ése en cuyos vagones se conduce el hombre libre). En la poesía de Melvyn Aguilar, se conjuga el sueño de lo práctico junto al absurdo, “como el paraguas cuyo sentido paradójico se perdía al abrirse.”
“Má ya no quiero lucir mi viejo pantalón azul
tan solo permanecer en el imaginario-armario de mi cuarto
y oír cómo se acerca el metálico corazón del Sould treen.”
La senda del poemario está iluminada y garantizada a lo largo de todos los versos. El óxido, el paso del tiempo y sus huellas en los barrotes de hierro. Uno no puede esperar menos de un poeta de alto vuelo, dotado de una imaginería descomunal:
“Alguien destraba una lágrima y enhebra una saeta de hielo”, o “y mi corazón, tan sólo late en las fauces de un caimán de nieve y espuma”, u “hoy no está la primera estrella en el firmamento”, (poema dedicado a su padre) que denota orfandad, desarraigo, añoranza, ausencia de esa luz tutelar. Con alguna frecuencia notamos ciertas maneras del pesimismo existencial, sólo que en el caso de Melvyn Aguilar se trata de un pesimismo de honda raíz ontológica.
Uno de sus mejores referentes (según lo dice él), es el poeta Carlos Martínez Rivas, (Nicaragua), en su poesía reunida nos advierte: Yo soy un poema, nada más, y aparte de eso —cuando estoy de permiso— un disfrutador de placeres ordianrios”...siempre en ese “toldo del cielo” haciendo de lo cotidiano una hipermetáfora. Melvyn Aguilar es eso: un ave ebria que pestañea en medio de la bruma y que busca su propio destino al filón de lo inaudito. El poeta nada posee, salvo sus versos que van por ahí, puerta tras puerta, estremecido por ese no volver al mismo sitio. Nadie más que él escucha sus silencios, esas voces que desfilan a taconazos en el poema. Su lírica la asocia con cierta tipografía para mantenernos atentos al vaivén de su oleaje. Su discurso poético lo acerca a un universo onírico, pero tampoco es el sueño como reflejo primario de la realidad, sino sustanciado. El poeta se sumerge y nos sumerge a través de lenguaje, metáforas y juegos de artificio intelectual en el drama humano cuya esencia la extrapola hasta la muerte. Uno podría entender esta poética, inclusive, a través de un cuadro de Salvador Dalí, Picasso, Giorgio de Chirico, o Miró.
La poesía siempre es tránsito y búsqueda. Melvyn Aguilar lo sabe. Y en ese tránsito de mundos perdidos, está la infancia, los amores materno y paterno y los otros amores esos que son eternas pulsiones destructivas. Esto me hace recordar unos versos de Unamuno: «Tus ojos son los de tu madre, claros,/ antes de concebirte, sin el fuego/de la ciencia del alma, en el sosiego/ del virgíneo candor»; pero también nos encontramos con ese dolor acendrado de César Vallejo: “He almorzado solo ahora, y no he tenido/ madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua...” Nos encontramos, como hallazgo en la poesía de Melvyn Aguilar, con una relación dialéctica e indisoluble entre sentimiento afectivo y social: su comarca, su entorno, su tribu, como él lo expresa en uno de sus poemas.
Como en la espera calcinada de los espejos, (Alice Rahon Paalen), la poesía es un eco de nombres indefinidos, eclipses ardientes de golondrinas o ese ojo de azúcar de los relojes (Benjamín Péret). Melvyn Aguilar, como en la tierra extraña de “los imaginantes”, quiebra los grajos y huele su sangre, un hombre que prefiere los latidos del musgo a las palabras sórdidas, aunque navegue en ellos tropezando con los sueños.
Su poesía es un escenario de suspenso, domina el paisaje del tiempo y lo descarna. Veo el escarabajo de Kafka y el esqueleto semántico del conjunto de los poemas con un ritmo que sólo él sabe manipular a su antojo. El poeta se esclarece en todos los referentes sentimentales, es parte de ese juego creativo dirigido a un lector del que no se tienen noticias pero que está ahí, como otro personaje de su artificio intelectual.
En definitiva, existen tres planos sentimentales centrales en el poemario “Topología del cielo”, la niñez, el amor filial y el amor de la mujer-compañera. Me parece que los textos constituyen una especie de catarsis de su tránsito afectivo por superar la angustia y los desasosiegos que ellos le causan: esos estados catalépticos bien pueden entenderse desde la pulsión sexual y oniricidad (Freud) hacia la amada y hacia el mismo puesto que no hay transitividad, sino una especie de reproche que va más allá de lo trashumano. Su poesía nos obliga a hacer diferentes conexiones con el universo en el que se desenvuelve el ser humano en ciertos ámbitos de la sociedad.
Algunos versos, me evocan a Lorca, a Larrea, a Aragón, en su atmósfera en ese corazón taladrado por el vejamen.
Y tal, —decía Machado a Unamuno— “Empiezo a creer, aun a riesgo de caer en paradojas, que no son de mi agrado, que el artista debe amar la vida y odiar el arte”. Y es justamente esto lo más válido en la poética de Melvyn Aguilar. Por todas partes,
roces que caen y se desvanecen. Muy suave, muy suave, (Sartre en la Náusea). En su libro que ahora nos ocupa están presentes todos los matices de sus sentimientos y también las maldiciones a las que nos conduce despiadadamente la esperanza. Dentro de su alma hay cisnes siniestros e insomnes, dispuestos a la prolongación de las sombras. Creo firmemente que a su poesía le siguen muchas páginas en blanco las que deberá de llenar con caracoles amarillos y sospechas y dudas y dolores. “Los niños de la niebla se saben tu espalda de memoria” (Rabanal).