IX poemas de Carlos calero
Ilustraciones de Héctor Hernández
Encuentro con Ginsberg
I
Como escarpia y el asombro,
vi el rostro de Allen Ginsberg
en la cruz viva de la conciencia;
el poeta que, técnicamente, llamaría
anti-norteamericano
y
anti-caos.
II
Flotaba como el tábano
en un restaurante vernáculo (Los Sabogales en Masaya).
Más que trozos de carne y plátanos,
imbuidos en la redondez del arroz,
a él le gustaba la palabra y el espíritu de la mente,
un reino,
la intuición que recreaba ventanas
con significado de alarido.
III
Su cuerpo silencioso,
casi río,
frente a los enormes montes helados del rascacielos
hambriento de la carne y los engranajes.
IV
Me asombró explicarle
que yo vi un paisaje habitado en la mente
y no sólo eso,
un corazón acosado por la historia
de lo que ahí existía,
y vi el rastro
cuando deja excrementos
tan visibles como un gorjeo,
y, por existencia del paisaje,
sobrevoló un sinsonte hasta los cedrales;
V
y la palabra de su pico
otros imaginaban pájaro,
canto impuro,
pecho y eco imborrable,
victorioso en su planeo solar,
en el crepúsculo invisible,
muy similar al que estaba en mi pensamiento.
VI
Nuestro lector tendría corazón y una boca abierta;
tendría la sensibilidad del hueso,
vida en la porcelana china
repleta de naranjas y sandías,
con ronroneo de gato inédito,
en la experiencia de los árboles raídos
y un nombre de ciudad que canta
con otros muelles solitarios;
VII
el mío,
de alguna manera,
le pareció lo que un día fue escuchado por ellos:
el gorjeo de la vida.
Me inquietó esa versión del canto alado,
sin huellas,
para la poesía,
como ocurre con el vaso de agua
consumido por la sed de algún dios mudo y la marmolina.
VIII
Estaba de más la discusión
de que el poema no era la realidad envilecida.
IX
Y para no precipitar la emoción,
Carlos Rugby lo contuvo
y, poco a poco,
sentí esa cálida mano de Ginsberg,
sereno como una memoria
en el halo de luz del restaurante juglarizado,
X
y se marchó profeta,
de espaldas a un desierto inmedible,
a conversar con otros poetas en las voces actuales.
XI
Cada vez que paso,
por ese restaurante de la memoria,
invoco el epitafio de Ginsberg
con destellos de fogatas y timbales
junto al de Lorca, Ferlinghetti, William Carlos Williams
y el innumerable vocinglero de Whitman.
(Versión corregida, Arquitecturas de la sospecha.)
Con un Dante en las entrañas
I
Algún día
ascenderemos al cielo,
a nuestra manera,
si nos imaginamos a una Ofelia,
en estos tiempos modernos
sin historia para el amor etéreo;
II
o simplemente descreemos de ella.
III
Pero contra el corazón no se puede.
IV
La soledad y los deseos
desatan estrategias
cuando sucumbimos a la osadía del silencio,
o pretendemos nuestra felicidad
en los teoremas del beso,
con la duda
de que existimos
en la memoria del infierno y un Dante en las entrañas.
(Versión corregida. Arquitecturas de la sospecha.)
Don Flavio Tijerino y su “gallo” entre conversaciones
I
La mañana,
su canto,
sus cigarros eternos,
una boina apegada a la frente hortelana
y los ojos seducidos
por los abismos del espíritu,
al otro mundo que lo asediaba;
y nos dejó boquiabiertos o pausados,
con los reflejos norteños de un Boaco en Managua;
II
nos dejaba muertos y vivos,
con ambas manos
puestas sobre la mesa
y sus perennes lecturas de Juan Ramón Jiménez;
III
nos dejaba mudos de alegría,
de tanto mirar los mangos maduros
rajados por el calor del cinc
o la resolana viviente y capitalina:
IV
la tropicalísima y dulce gracia
del hedor a lago y pescado,
en cada espolazo del silencio urbano.
V
Nos dejaba
una ortografía juanramonesca y su Amerrisque;
VI
nos dejaba las peripecias,
la nostalgia norteña
y sus vivientes soledades
de tercos arroyos con tucanes
y pájaros españoles
en la desolación del poema,
acosado por la historia de la guerra en los ochentas.
VII
Don Flavio,
enfrente de mi silencio,
y todo mi oído joven,
un zumbido cervantino,
errabundo y porfiado en el heroico mirador,
de los cieloscon aviones negros
que atisbaban la geografía de la guerra fría,
mientras un corazón de poeta se defendía con poemas.
VIII
Siempre me creyó “un gallo”
que no supe dónde ni cuándo su canto,
y vi su cresta de cariño con espuela,
inocencia,
y el ser persistente en las intuiciones.
(Versión corregida, Arquitecturas de la sospecha.)
El temor con cierto ritmo de raeggetón
I
Aquí el temor,
es el temor de la tabla
y el caderazo del calzón
arrancado por las botellas,
y un temor a quedarnos sin las palabras
mientras nos quitamos la ropa del desolado;
II
es el temor,
temor,
temor… del ritmo,
temor a quedarnos
con el tufo de los demonios
en las estufas, las calles y los lentes polarizados;
III
es el temor,
temor,
temor…
a los huesos abuelos y los niños
con perfil de calle
que no desanda nadie,
en esta calle,
la otra calle,
la nuestra entre caderas
y muslos terribles
hasta que cae la luna en las bocas desenfrenadas;
IV
es el temor,
temor,
temor…
temor a las multitudesdel incendio
por el humo verde,
cargadas de pubis casi niños
y manoseados por los tambores,
en las barriadas, robos y policías
o el abismo que rompe la carne
y los equipos de sonidos que sangran los tímpanos;
V
es el temor,
temor,
temor,
temor…
es el temor…
a quedarnos sin la palabra,
a quedarnos sordos;
con las historias que huelen a hierba y fatalidad,
a cataclismo urbano atemorizado,
a futuro negro de cuatro fronteras,
y un sol perseguido y sin banderas;
VI
es el temor,
temor…
temor a los padres y madres
en los cementerios espirituales;
temor,
temor a que existan poetas
que hablen a los ojos
sin ver la versión final del amor en los televisores;
VII
es el temor,
es el temor,
temor,
temor… a la tumba
en la sala o un dormitorio
y lanzarse por la ventana
para tocar el aire que no respiramos;
VIII
es el temor a no temer
que golpea el alba en los estómagos;
IX
es el temor,
tu temor,
temor,
temor… al suicidio con llama bajo la cuchara,
o el pinchonazo envenenado
que no encuentra cementerios ni lágrimas para los cuervos;
X
es mi temor de no ver rotos los calcetines
que miden el paso de la nada,
sin deseo de luz ni
la mañana que nos mata en plena calle;
XI
es el temor,
temor,
temor…
es tu temor,
es mi temor,
temor al mundo que se nos cae…
(Versión corregida, Arquitecturas de la sospecha.)
Embrujo
I
A esta hora
que nadie beba de esas aguas
o intente llevarse las pozas en los ojos.
II
A esta hora
prime el silencio
y el perfil de las piedras redondeadas,
mientras llega la noche
y saltan las crías de los peces anaranjados.
III
A esta hora
el espíritu de las aguas,
en el bajadero de Monimbó,
saca su lengua azul
y la pasa goloso sobre el silencio del oleaje.
IV
A esta hora
se despliegan las atarrayas,
sobre las balsas
de los hombres con miradas de luciérnagas;
V
a esta hora
estoy frente al espíritu
que me trajo para tocar el agua
de la que nunca he salido, por más que se la beban.
(Versión corregida, Arquitecturas de la sospecha.)
Historia del mundo en una servilleta de bar capitalino
“No sé bien de qué hablo.
¿Quiénes son, rostros vagos nadando como en un agua pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?”
(Jaime Gil de Biedma)
No sé dónde anclaré con esta latente huida;
dónde dejaré los saludos apegados a los ecos,
emprendidos, una vez, con el presentimiento
de que algo huele mal,
terriblemente mal,
como huracán que oscurece la geografía
mientras nos sumergimos en el hueso,
para recordar las caminatas
que dejaron los paisajes
en el sótano de las soledades,
con calles y copiosos gritos
de carretones míticos,
glorietas desvencijadas,
o ladridos desflorándose en persecuciones
similares a las de nosotros;
y de pronto la mujer en el todo,
a pesar de nuestra fatuidad y el miedo.
No sé si preguntarán,
de dónde este presentimiento
y si podré precisar el caos
reconstruido con palabras que amarran,
que sostienen, que viven
y nos llevan al caldo de nuestro origen,
y todo en el todo para verificar la nada.
No sé si dejaré un nombre
con el corazón y una ventana de computadora,
o los pretextos carnales
para tocar la pelvis de una mujer jugosa,
que se desnuda a lo largo
de un final en la noche olvidada.
Acaso ella, y la no plural,
la que no parte del caos,
o la célula erótica de la existencia.
Entonces, ella seguirá __igual que la vida__
palpada para que besemos su pubis,
y otros oficios propios de la lengua:
esto con la porción de felicidad o la madrugada.
Pienso que hoy no provocamos al demonio,
ni somos algo más que deseos;
ni arriesgamos el falo con nombrarla,
ni punzamos la carne con alfileres
en los talones ni los ritos del derviche,
ni los cuervos azufrados que picotean la carne.
El mundo, entonces, nos azota la mirada.
Esto es vivir,
esto es descifrar el enigma que defiende
las proféticas geometrías y el muslo.
Una mujer es la ciudad que no conocemos
cuando la hemos desandado
o, por lo menos, acostumbrado.
Es la llave, un enigma,
el ver con menos vacuidad la duda.
Y ya, en el éxtasis,
levantamos las teorías del coito,
o la rebeldía válvica,
con el origen de la guerra y las cosas,
mientras trituramos,
con pretensión de náufrago,
la orilla del mundo
con el peso del caos en las anfetaminas,
o las desoladas celebraciones y suicidios.
Entonces, son mezquinos los recuerdos y anteponemos
la historia del mundo en una servilleta de bar capitalino,
donde son cofradía las pasiones
y nuestra memoria celebra con cervezas,
mariachis y lunas en las camas.
¿Y por qué ocurren el tiempo y existencia de esta manera,
al unísono, con una mujer,
con el dolor, con el deseo,
y esta aparente disolución de ideas?
La servilleta, en este bar,
todo lo desdice y relee como ocurre
cuando sufrimos por la culpa de quien nos lee.
(Versión revisada, Arquitecturas de la sospecha.)
Puntos cardinales
I
Los puntos cardinales en Monimbó
se juntan inexorables;
no coexisten de otra manera,
otro destino,
otro aliento de la memoria;
II
estos puntos intentan esfumarse
pero el viento los acerca,
los ata,
amarra a sus costumbres,
a su “misterio indio”,
a su propia versión del tiempo que se aplana,
se vuelve hacia arriba
o baja en forma de círculo
como lo hacen el viento y los espíritus.
III
Los puntos cardinales en Monimbó
siguen su propia lectura
con secretos bajo la tierra
y el agua del verde gris y un milenario oleaje.
IV
Con sus puntos cardinales,
Masaya crecería amada
porque no puede ser de otra manera;
no habría otra memoria
que sobreviva al egoísmo
de romper las amarras por los cuatro paisajes,
con que vamos al sueño
y las extensiones inmemoriales
de una alegoría de tierra,
beso…
y un cielo.
(Versión corregida, Arquitecturas de la sospecha.)
Senos más vivos que la nieve
Cuánto ganará de posesión
esta mujer como de cal,
arena,
piedra blanca
o mármol vivo;
cuánto sentirá de eternidad
en el gesto de baletista
sentada con un brazo
en ángulo de noventa grados,
y la punta de los dedos
hundidos en el cráneo,
íntimamente, en su soliloquio,
que traspasa el orden lineal
del talle perfecto y fijo,
en la imagen de su cuerpo
cubierto por los lácteos misterios
y un rojo de cortina vertical
sujetado por la penumbra
que muestra su imagen de maja,
sentada en la perplejidad de los ojos.
Es la bailarina y el deseo,
en posición inmóvil,
que seguirá en quien la admire,
para concluir la danza de su corazón
y de quienes se han enamorado
de esta materia inerte
que se mueve
tras las capas de la carne,
y nos lleva
a besar sus senos más vivos que la nieve.
(Versión corregida, Paradojas de la mandíbula.)
Si asomamos a los espejos
I
Tu pelo únicamente existe
cuando lo proclama la poesía.
II
Tu felicidad no es real,
ni un silencio de mano fría,
ni un deseo de tocar el cielo.
III
Del poeta será tu voz,
si te lo propones;
IV
porque tu ojo no temblará
en el tragaluz de los vacíos;
V
como tampoco
encontrará el alba
para poseer el amanecer
donde un gruñido de gata callejera
marcará el barrio con los aromas de su pubis.
VI
Y,
entonces,
llegará la brisa
que repite los maullidos
cuando asomás a los espejos,
felina,
vivamente desnuda,
y un celular con el acoso de tu marido.
(Versión corregida. Arquitecturas de la sospecha.)
* Carlos Calero, Nicaragua (1953). Se nacionaliza costarricense. Ha publicado varios libros de poesía, El humano oficio, La costumbre del reflejo, Paradojas de la mandíbula, Arquitecturas de la sospecha, Cornisas del asombro, Geometrías del cangrejo (y otros poemas), Las cartas sobre la mesa. Antología Generación de los Ochenta. Poesía nicaragüense, en coautoría con el poeta Carlos Castro Jo. Fue docente de secundaria y la Universidad Católica de Costa Rica. Ha sido antologado en varias ocasiones, tanto en Nicaragua como en Costa Rica. Se realizó una tesis sobre su poesía, por el también poeta Carlos Pacheco. Ha escrito ensayos sobre otros autores. Ha sido invitado a varios festivales y encuentros de poetas en Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala.