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LUIS YUSEFF Ilustración de Héctor Hernández 

Efecto café bulevar

 

Y todo está dispuesto de este modo,

       para que no salgamos del mágico círculo.

Ossip Mandelstam

 

Para Ghabriel,  una isla propia.

 

Entro. Pido el último café. Elena Burke es un recuerdo.

Todo es frío bajo los toldos.

Por momentos la lluvia de tránsito nos obliga a adentrarnos.

Descendemos a otros arcos protectores.

Patio interior de piedra. Asfixiante.

Aquí se vive arduamente. Se hace un espacio

a cada provincia. Y otra se acerca mientras pides un café.

A cambio de una moneda tendrás la joya blanca

entre tus manos. Es amargo el trago para beberlo despacio.

Ha de ser despacio para que el trago baje amargo.

Y comienzas a conversar. Pues aquí se habla vivamente.

Interrumpidos por la mano que pide con hedor e insistencia.

(También mi mano es pobre y la guardo bajo la madera).

 

A veces soy interrogado como cualquier ciudadano

que bebe su café. Su trago amargo. Y respondo.

Me identifico con habilidad para no agotar el tiempo.

Bajo la luz todo es minuto tras minuto

un detenimiento innecesario. Una espiral que se verticaliza.

Y asciende. Asciende el humo del café.

Y justificas los desplomes. Demasiado recientes que somos.

De ayer mismo. Amar es una isla.

Y morir es adentrarse a la mar coagulada.

Un aroma de azucenas. Un estarse quieto bajo los toldos.

«De transparencia en transparencia» obnubilados.

Viejo Eliseo que bebes tu café. Tu trago amargo.

 

Aquí vienen a morir los poetas.

Y un ángel fatigado vuela bajo otro cielo. Y otro ángel

comienza su discurso en el sopor de las fabulaciones.

Otro revienta su cabeza contra el asfalto.

Llora otro de rodillas. Y el pez angelecido se muere de tristeza.

Alza su vuelo bajo el cielo empedrado

de Madrid. Sin voz. Sin alas. «Hasta de espaldas se ve

                que está llorando». Pero todavía hay tiempo.

Bebamos el último café mientras María Teresa nos canta.

Qué cante el Benny su página ruinosa.

Qué Bola sea una flor negra sobre el piano.

Qué Celeste rompa el adoquín con su paso.

Que aquí cada poeta tiene su caballo blanco.

Su leopardo. Su canario. Sus dos patrias.

Que el cuerpo de una isla no se sostiene sin un buen verso.

Pues sobrevivir bajo los toldos es una fiesta.

Y cada fragmento de imán transmuta en oro.

La Bella Cubana bebe en su Capilla de Cobre el trago de café.

Su trago amargo. (Transformada la medialuna

bajo sus mínimos pies el aroma de las mariposas

se confunde perversamente con el vuelo del colibrí).

Flota una tabla en la bahía. Es tiempo de pedir

por nuestras vidas. Y pedimos confusamente.

Casi sin darnos cuenta a cada paso.

«Flor de isla, tú te ofreces aromática y gentil

como una taza de café». Tú despides a la mujer coronada

con laureles ─«ni libre es ni la prisión la encierra»─.

Sus huesos se pudren donde la tierra es menos blanca.

 

Porque en verdad nunca fueron tan importantes los poetas

como en este Café bajo los toldos. Decadentes. Y felices.

Pero de improviso algo se transforma tras las rejas.

Y te hace pensar que de nada sirvió la culpa

de Juan Clemente Zenea. El destierro de Heredia.

La muerte de Plácido. Las cartas de amor de Juana Borrero.

Ni el pulmón asfixiado de Lezama.

De nada sirvió que Julián del Casal se muriera de risa.

De nada ha servido escribir un buen poema

cuando Fina anuncia su «dulce nevada». Y la nieve

comienza a caer sobre los toldos.

 

Este Café no es el sitio de siempre.

El sol sobre el mármol blanco se evapora.

Y quiero marcharme. Escapar del frío. Esta no es mi sangre.

Prometo no regresar. (Vuelve el agua inmarcable

a la arena. El mar entre las tazas conforma

un plano alucinante). Sobre la mesa roja ya estoy de vuelta.

Ya entro a los círculos de hierro como un animal viciado.

Nuevamente. Y pido el último café. Y otro. Y otro…

Negra leche del alba

te bebemos al amanecer

(Oración para pedir la rosa de nadie)

 

 

I

Bebiendo a sorbos de muerte, la negra leche del alba, estaba yo contemplando las rosas que me han tocado en este mundo y por las que Dios viene a la tierra, sin el temor de perder el camino

que lo llevará de vuelta a las estancias donde sabe estarse quieto.

Allí, a la intemperie, contemplé la rosa suicida de Yukio Mishima, la rosa de oro de Beijing, y la rosa radiactiva del país de los soles rasantes.

Junto a los márgenes evidentes de la sobrevida, estaba yo, pidiéndole una rosa verdadera a Santa Teresita de los Cementerios y le pedía, además, que me ayudara a creer siempre en el gran Amor que Dios me tiene, de modo que yo pudiera echar una mirada a mi alrededor con la paz de los vencidos y la fe de encontrar en las rosas que se me mostraban la flor perdida, la innombrada rosa del Poeta muerto. Pero, en su lugar, se me mostraban todas las rosas del mundo, la rosa escrita de Amherst ─la rosa de Emily Dickinson─ y la rosa de arena, la rosa de Beirut.

Abrían también a mis pies, la rosa imperial austríaca; la rosa cruzada, la flor negra y la rosa del Ponto Euxino que alabara Ovidio en su exilio. Otras, en cambio, se negaban a ser miradas, como la rosa hermética de la Cábala y la rosa mágica y secreta de los judíos.

Ya me marchaba a las horas brutales de la autocompasión, cuando una rosa, al centro de la noche umbría, se alzó como una estrella de sangre sobre los coágulos de la aurora. Y allí estaba frente a mis ojos, resistiéndose al fuego sobre un montículo de cenizas, la rosa de nadie, que resultó ser nada menos que la rosa de Paul Celan.

 

II

Paul Celan aparta el coágulo de los labios, la rosa de las ruinas; sopla en la jarra donde bebe y su aliento acompaña la mordida al fruto de los mudos, al corazón que mastican sus asesinos, en silencio.

Abre las páginas del diario. Apunta: “Una sombra sobre las aguas

del Sena es una imagen fácil de retener en el papel callado...”

Paul Celan proyecta a la masa líquida el cuerpo de un hombre.

Y ese hombre escribe cantos por doquier.

Cómo es posible escribir versos, Dios mío, no antes o después

sino durante la concentración de las almas, cuando los días se

pegan con un hilo gelatinoso al cráneo.

Por último, lee a Hölderlin: “A veces el genio cae en la oscuridad

y se hunde en el oscuro pozo de su corazón”.

 

III

Su corazón se hunde.

El otoño comienza a dictarle monótonamente una frase:

“Tiempo es de que sea tiempo”.

Y mira a la tierra con un dolor humano.

Es el tiempo en que deben florecer los almendros,

las piedras dar fruto suave,

conversar y luego escribir un poema,

sin levantar sospechas.

 

IV

Cómo escribir un verso.

Me aparto el hambre con un golpe de ojos en la garganta y

concluyo: “Escribir un poema después de Auschwitz es

bárbaro” (Theodor Adorno).

Por eso no escribo, dejo gotear la negra leche de los labios

negados a beber, sincronizo los relojes, decido por un tiempo

que habrá de llegar como un golpe de agua o como el río que

devuelve sobre los bancos de arena a sus difuntos.

 

V

Santa Teresita de los Cementerios, pido para nuestros muertos,

la rosa que habrá de acompañarlos mientras duren los días de

Paul Celan sobre la tierra.

Quemar los lirios

 

 

Yo quería comer de tu costado. Entrar a tus entrañas

húmedas. Y convivir miserable en tu aliento.

Yo tenía las noches para llorar la podredumbre.

La miseria de saber que nuestros cuerpos

de a poco iban cediendo a la maldad

de otros cuerpos. Al encono de las epidemias

que azotan las ciudades.

 

Talador, yo quería quemar flores en las noches.

Lirios para el amor. Lirios para vernos envejecer.

Pero tu costado se moría.

Tu hígado me daba miedo.

Y yo me callaba tanta sustancia cristalina.

Tanto amarillo en tu pupila.

 

Yo no quería estos versos parar ti.

Yo no quería estas páginas de ceniza.

Esta pobreza que me inclina sobre el polvo

cuando miro la casa que construimos

desmembrada como un animal frágil.

 

Yo te quería. Pero de pronto todo se ha vuelto

una caída. Un irnos perdiendo a cada paso.

Trastocar palabras que hablaban sano del amor.

Y no estas sílabas que avanzan

como caballos de piedra mientras el sol

en nuestro patio no deja de quemar los lirios

que ya no recogerás

porque el azar te ha llevado a otra casa.

Donde otra mano ocupa tus miserias.

Tus distancias. Las fuerzas necesarias

para sobreponerse al día de hoy. Y al de mañana.

A tus silencios. A tus tristezas.

                                      

Porque yo era un animal solitario entre tus cosas.

Las que se sucedían sin tu voluntad.

La mala lumbre que se nos hizo

cuando la muerte de nuestra Señora Tres Lunas

que nos dolió como la desaparición

de un astro. ¿Recuerdas? Todavía

éramos felices. Y jóvenes. Aunque para ser justos

tendríamos que aceptar

que siempre fuimos más jóvenes que felices.

Y esta miseria de ver desaparecer

cuánto hicimos para después quemar los lirios

amor. Quemar los lirios.  

Idea equivocada de la felicidad

 

Toda felicidad es inocencia.

Marguerite Yourcenar

 

Mirábamos la sombra del árbol.

Tú dijiste que sus hojas parecían de cristal.

Y yo escribí un poema

que hablaba de la pérdida

de la inocencia y la felicidad

que no teníamos ─lo recuerdo.

Después

pasó el tiempo.

Y ahora que ya no tenemos árbol

ni la inocencia de entonces

nos damos cuenta de que la felicidad

era aquella sombra tan parecida a un cristal. 

Otra canción posible

 

Porque un poema hay veces

que sostiene a un hombre entero.

CARLOS FRÜHBECK DE BURGOS

 

 

 

Llegado el tiempo donde comienzan a confundirse

las consideraciones del bien. Y del mal.

Llegada la admirable estación de los intercambios de paz

y saturación del vino de la guerra. Habrá que entonar

una canción para asumir los cambios inevitables del hombre.

Jamás nos acercaremos a la esencia de la vida viviendo.

Nunca tendremos a la rosa verdadera

por más que sea abonada por los nutrientes celebrados

de la civilización. La rosa seguirá siendo rosa

en su anonimato. Quizás en la promesa de ser rosa.

 

Desconocida como la muerte sabemos que la rosa existe

pero no de dónde viene. Ni adónde va.

Igual que el tiempo nuevo tiene un canto tan antiguo

como la muerte. Canto que se difumina

en las cúpulas de las gobernaciones de Dios

y es elogiado en el color de su cuaresma

y en los cirios que se prenden silenciosos en vísperas

del tiempo de las aniquilaciones.

 

Toda ceremonia a favor de la rosa es inútil.

Sólo salvará la canción nueva. Sólo salvará la lluvia nueva.

Acaso sea necesario abrir las puertas más altas

que den a la esperanza para que el hombre se reconcilie

con su tiempo. Ahora que ya nada tiene

el arco de la victoria creciente como una luna benigna

sobre los techos oxidados del país

donde ya es un luto esta estación de árboles quemados.

El exterminio por el fuego mismo del hombre.

 

(Toda la noche he visto arder al árbol de hierro.

Y en la licuación de sus entrañas

ha muerto un niño.

Siempre muere la carne virgen

bajo la canción insoportable

repetida como un salmo de odio

contra el sembradío de las palabras.)

 

Habrá que abrir las puertas más altas

que miran a todos sitios como flor de viento

y reparten un rumor apasionado.

Ofrecido a las oblaciones del amor que no promete tiempo

sino intensidad. Intensidad de amor.

Intensidad de las manos que se juntan

como las valvas pacíficas donde la sal se hace perla.

 

Habrá que golpear a esas puertas altísimas

donde alguien decide por el destino de los hombres.

Cuando la fe ya no salva.

Cuando los ojos se vuelven al barranco

de los cuerpos cercenados por el oro.

Cuando comienza a crecer la selva íntima. 

 

Que nadie escuche la sordina del hombre solo.

Y sea el hombre nuevo quien recupere su fe en la palabra.

Que destroce el mito de Babel.

Y caigan las torres donde nadie escucha a nadie.

Que pueda besar los labios de su amigo.

Y la muchacha tomar por la cintura a su amado.

Que el hombre se entregue al hombre.

Y que la ceremonia recobre ese don ingenuo

de las uniones no conveniadas.

Que se aparte el buen metal. Y se confundan    

con el gran amarillo las cumbres del infierno

finalmente perdonado por el hombre.

Que el hombre escuche el poema cada mañana.

Y que vivir sea un ofrecimiento de palabras

con formas humanas. Palabras como arena.

Palabras que crecen igual que espinas.

Palabras cálidas como un veranillo de San Juan.

 

Palabra del hombre por el hombre.

 

Un lugar donde el tiempo de la aniquilación ya es viejo.

Y cede espacio a otra canción posible

después de días. Después de meses. Después de años

en que sólo un poema

era capaz de sostener en pie a un niño.

A un hombre. A un país entero.

Kodak Paper I

 

Hay días en que me prohíbo tener amigos.

Sin  embargo tengo amigos. Los he amado con el ardor de la pólvora mojada en la garganta. Y así

            lo digo. Con el delirio del que está viviendo sus últimos días. Y posee sólo algunos pájaros muertos que alimenta entre las manos.

Cosas sin sentido. Tal vez porque no tienen ya sentido

las cosas. Y duele como si pegara el rostro al fuego de la lámpara donde ardía la mariposa de tus                 juegos nocturnos.

De tu llegada a deshora. Pidiendo un poco de conversación.

Palabras que sirvieron de consuelo para que el deseo no terminara entristeciéndonos.

Soledad del tercero. Que podías ser tú. O yo.

Todo dependía de la habilidad con que desplazabas las sombras sobre la cama. 

Cosas que sólo entendemos los dos. Sabes cuánto oprimen.

Hubiera querido celebrar juntos el año del conejo.

Bebernos de un golpe las tristezas como en los tangos de Contursi.

Tenerte por sabio y hermoso. Recibirte con la noche rezumando en el cristal de la taza donde                       bebías el primer café de la mañana.

Tenías peces. Cerámicas. Grafitis en las paredes. Me imitabas.

«Uno termina pareciéndose a lo que ama» (recuerdas).

Cómo temblaba tu voz. El plomo de la traición cuajando.

Y unas pocas palabras para justificar.

Palabras que terminaron por confundirnos.

Tratando de escribir el nombre de las ciudades

a las que soñabas (sueñas) partir algún día.

Groningen. Hamburg. Poznan. Países de hielo.

Versos que serán de agua entre tus manos.

Altas cumbres     y tú que pedías un poema para el amor

que hace figuras de barro.

País de hielo. Miro la fotografía donde posas.

Llevas mi camisa negra.

Tratas de hurgar en la lujuria balcánica. La punta del deseo.

El labio que escupa sobre las sábanas tu esperma.

País de hielo       ya nada puedes hacer

para acabar con los días en que me prohíbo tener amigos.

Selva I

 

Donde las fieras abrevan

hasta aquí llegaron

después me dieron las instrucciones

para sobrevivir

y la sobrevida era

marcar mi territorio

o dormir junto a las bestias.

Estela de luz sobre los charcos

 

¿Es ángel?

¿O es una espada larga que se clava

contra los cielos, mientras fuljo sangres

 y acabo en luz, en titilante estrella?

                      Vicente Aleixandre

 

Estela de luz sobre los charcos.

Qué inconmensurable calma. Un dedo surcando las aguas de la noche.

Ese ángel está mirándote desde la otra orilla

Y conspira          pero no te dirá su nombre

                             (tú tampoco)    

                             Es un secreto maravilloso.

Bíblica evocación del ademán adverso. Las amatorias formas

sorprendidas a través de la ventana.     

(Las ventanas traicionan a los amantes).

Todavía el ángel es un rostro en la neblina. Se te acerca.

Toma por el tallo la luna. Y sonríes.                       

No puedes creerlo: Está lloviendo desde los altos sitios de la noche.

Su viril abandono te adentra al pórtico umbrío

celosamente resguardado por rejas que sin explicación ceden.

                   (Se abren las puertas del

                   cielo e inauguran

                  las primeras rutas del deseo).

El  ángel todavía no ha dicho su nombre. Y tú piensas que la rosa

con otro seguiría oliendo igual. Y se torna luna la luna

                         noche la noche

                        anónimo el cuerpo y la rosa itinerante.

                      La rosa

              que has de entregar    

                   no el miedo

          ni la repetida negativa

        sino la mano adentrándose

                   como lirio

al aire     al sol    a la luna dándote en la cara.

Pero el reflector de un auto los sorprende.

Clava puñales de luz en las espaldas.

Detrás de los cristales comienzan a despertarse los vecinos.

Una sombra cruza la sala vacía.

Desplaza miradas como moluscos sobre la forma alargándose

de tu vientre a la mano del ángel que no dice nada.

Nunca dijo nada (tú tampoco). Atravesado como lo tienes

en la garganta llegas a casa

Y temblando

             con una pequeña luz

             entre las manos

corres a guardar bajo la almohada

las estrellas que recogí en los charcos.

Testimonio sobre la muerte

del Pez Cantor

 

Otros esperan que resistas

que les ayude tu alegría

tu canción entre sus canciones.

José Agustín Goytisolo

 

hay un pez cantor saltando por la ventana; salta, de las rosas viscerales de su vientre comen el augur y las ratas, las pálidas rosas crecidas de adentro huelen a muerte en el pecho del pez de tormentas, se arremolinan ante los ojos curiosos las vísceras delgadas, brillantes a las luces de neón y los flashes de las cámaras fotográficas.

el que salta es un pez suicida, pero me confunde esa muerte, le he visto alas en el intento, le

asomo el morbo balbuceante y es cuando el pez comienza a serpentear entre los dientes de la bestia que quiere llevarse la mejor parte, escupe el animal asustado sobre el asfalto y el pez brilla nuevamente bajo la luna; salta, se sobrepone, escribo otras preguntas y no responde el pez; le pregunto, es el momento en que extiende sus brazos de pez, habla como un pez, toma una bocanada de aire, burbujea en la atmósfera asfixiante y dice: tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja, y el pez comienza a alejarse de mí, abriendo surcos entre los augures sale de la cueva del odio, cantando, sin volverse a mirar, sin hablar, sin hablar, sólo una canción de

espaldas; podría sentirme ignorado pero el pez cantor ya no es un pez, es un ángel y está

ofreciéndome las alas.

Navidad feliz navidad

 

I

En casa esperamos el año nuevo. Ya es viejo el año

que termina. Mi madre se anticipa a las nevadas

que envían los amigos en hermosas postales de invierno

(tan distante y desconocido como la felicidad que te desean)

con escenas conmovedoras

donde la Sagrada Familia se reúne

y a la luz esplendente de sus halos

saben disimular la pobreza bajo el cálido sonido

de los villancicos, iniciados una y otra vez

hasta que cesan los artificios de estas postales

que te desean feliz Navidad.

 

II

Ya es viejo el año que termina.

Mi madre se anticipa en la barriada: ha comenzado su Navidad.

A través de las ventanas

las luces intermitentes

estremecen los sitios con colores burbujeantes

donde los niños se asoman con cara de asombro

aguardando, quizás, la llegada del Mesías,

el Salvador de las almas

misteriosamente seducidas por la belleza.

 

III

Mi madre espera el año nuevo.

Cada vez su Navidad se acerca más a las lluvias de mayo

filtrándose por las paredes blanqueadas de cal

a los días de abril

a las noches de marzo

a las grandes lunas de enero.

Tiene la esperanza de que alguna vez

las cosas serán diferentes para nosotros.

Que Dios hace milagros.

Y Dios no es esa luz

que la encandila

sino el fuego que enciende

y donde ella quema sus manos.

 

IV

Navidad. Feliz Navidad.

Ha nacido el niño Jesús.

Bajo el árbol de lucecitas mi madre deja

las manos adormecidas.

Son las duras horas de su fe.

Apenas puedo abrazarla.

Disponer de las sábanas que dejan en el aire su perfume

y este convencimiento amargo

de saber derrotados los días como toros.

Horas sin fe:

extensas como los mares del miedo,

aguas que me traerán de regreso

«sin haber encontrado nada que fuese feliz».

El violín

 

Me estremezco con un temblor femenino ante la rosa. También yo he querido tener un violín que me ame, alguna música que explique, algo que cante a mi oído, una música inaudible para el resto de los seres que me rodean con sus paños, con sus voces, con sus cantos más o menos grises. Más o menos. Algo que cante para que no me vean reventar la cabeza contra los muros, para que no

me vean con la rosa muerta entre los puños, cuando ya no suene la música.

 

 

 

Los papeles sabios

 

 

Llegado el tiempo de las inevitables conversaciones.

Cuando una palabra no es exactamente una palabra

sino un disparo entre dos.

 

Cuando una palabra es casi una declaración de culpabilidad.

 

Llegado el tiempo de esas inevitables conversaciones.

Sobre qué escribir entonces.

Si tengo cosas que callar. Y lo que pienso es lo que escribo.

Si ya no sé de qué parte quedan los amigos.

Qué dirán sobre el papel. O qué no dejan

escrito sobre el papel de rosas. Un papel de flores muertas.

Cadáveres que hieden en mis manos

o se pudren entre sus labios.

(Lo sé por la maleza de sus sílabas).

 

De qué lado quedan entonces los amigos.

Hoy que han venido preguntando

por las páginas tristes de Guillermo.

Y el dolor ha saltado de mi mano como un tigre.

Y luego ─con temblor─ anuncio a la voz interesada

que Guillermo se ha ido de esta casa.

 

Hoy un hombre ha sido preguntado.

Y de cada palabra que dijo fue quedando un rastro

sobre el papel que escuchaba.

 

Los papeles sabios.

 

A veces soy el enemigo. A veces soy el aliado. 

Nadie pregunta por mis temores.

Y es que debo ─como Borges─  justificar lo que me hiere.

Soy el poeta. Y no logro construir con palabras

las mágicas combinaciones que pudieran evadir

una conversación inevitable.

 

Hoy un hombre ha sido preguntado.

Cuando llegó a casa lavó su cuerpo. Recortó el cabello.

Destruyó algunos poemas.

 

Quería ser otro. 

....................................................

Luis Yuseff (Holguín, 1975). Poeta y editor. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). Tiene publicados El traidor a las palomas, 2002; Vals de los cuerpos cortados, 2004, (Premio de la Ciudad, 2003) y Los silencios profundos, 2009, (Premio Adelaida del Mármol 2008) todos por Ediciones Holguín; Yo me llamaba Antonio Broccardo, 2004, (Premio Alcorta 2003; Ediciones Almargen); Esquema de la impura rosa, 2004, (Premio América Bobia 2003; Eds. Vigía); Golpear las ventanas, 2004, (Pinos Nuevos 2003; Ed. Letras Cubanas); Salón de última espera, 2007, (Premio Calendario 2005; Casa Editora Abril); La rosa en su jaula, 2010, (Premio Oriente de Poesía José Manuel Poveda 2009; Ed. Oriente); Los frutos de Taormina, 2010, (Premio José Jacinto Milanés 2009, Eds. Matanzas); Aspersores, 2012 (Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2012, Ed. Letras Cubanas); Dolor de la resurrección, 2014 (Premio de Poesía de La Gaceta de Cuba 2009, Eds. Áncoras); Flores de hierro sobre el pecho de un hombre, 2015 (comp., Eds. Holguín) y Un jardín que escribía cartas de amor, 2015 (comp., Eds. Vigía). Es autor principal de las antologías Memoria de los otros (2008), El sol eterno. Jóvenes poetas holguineros (2009), La isla en versos. Cien poetas cubanos (2011 y 2013), Todo un cortejo caprichoso (2011) y Poderosos pianos amarillos. Poemas cubanos a Gastón Baquero (2013), todas publicadas por Ediciones La Luz. Aparece incluido en publicaciones periódicas y antologías de poesía realizadas en México, Argentina, Colombia, Honduras, Perú, El Salvador, Nicaragua, Estados Unidos, Canadá, España, Italia y Nueva Zelandia. 

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