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4 Textos de Krisma Mancía 

XIX

¿Cuál es la muerte más bella?

Quizá decir: “Estoy cansada, muy cansada. Solo quiero dormir”.

Te prometo que mi muerte será limpia.

Quizá lanzarme al mar sin zapatos. Como Alfonsina, ¿recuerdas?

La muerte ya no asusta.

El viernes, por ejemplo, casi me atropella un carro destartalado.

Sé que no moriré de esa forma.

Es una muerte común quedar destrozada en la calle

recordando el color amarillo de las líneas peatonales.

La mía será una muerte bella.

Será sencilla y prolongada.

Tal vez algún cáncer quiera crecer como una flor hambrienta dentro de mí,

silenciosa y sin motivo.

Una flor perfecta. Con todas sus raíces y sus hojas y su tallo

y también con sus semillas oscuras

que buscarán el lugar adecuado para devorarme con furia.

Adentro tendré un campo fértil y propio. Un jardín de flores

alimentadas por mi sangre. Las flores me amarán. Desearán no matarme.

Pero ya ves. Las cosas buenas se acaban, se quiebran o se mueren.

Es como el amor.

Y no hay un amor que valga la pena.

Así que

cuando yo muera, será una muerte bella.

Dirás: ¡Qué hermoso es morirse con flores dentro del cuerpo!

O quizá será algo simple.

Estar vieja y no salir a tiempo de la tina.

Estar dormida y no enterarme que el avión explotó.

Estar en casa sola y con una daga en la garganta.

¿Estar?

¡Qué difícil es estar bella para la muerte, carajo!

Una muerte de película donde la heroína por fin llega ante el altar

y no saber qué sigue después del fin.

Una muerte de pájaro después de la tormenta:

sentada en la silla eléctrica o inclinado mi cabeza en la guillotina.

Una muerte sin muerte: con una inyección letal bastará.

Una muerte. Una muerta más, qué más da, qué importa.

Si allí estás tú, preguntándote cuál es la muerte más bella.

 

 

XXIV

Me explicó que cuando te disparan no sientes dolor.

Porque el dolor que produce la bala nunca llega al cerebro

sino que llega directamente al corazón.

Y el corazón no sabe distinguir una bala de una mordida.

Es por eso que te mueres pronto

porque tienes rabia de no sentir dolor.

Diferente es que te apuñalen

porque el dolor de una herida sí se reconoce

y puedes morderte los labios para no gritar,

tener fe

que pronto sanará.

Pero yo amaba la noche luminosa de tu cuerpo

y rogaba llegar a tiempo a la visita conyugal.

La visita conyugal era una pocilga que olía a pecera,

donde se revolcaba la tristeza con la amargura

haciendo chorrear de las esquinas una humedad verde y tóxica.

Pocas teníamos la dicha de estar allí,

oliendo el sudor y el fluido agrio de otras personas

ocultados con delicadeza entre las sábanas amarillas.

Solo allí podía tocar su dolor.

Creía en su inocencia. Creía en el error.

Creía que las llaves se encontraban en las minas subterráneas de mi cuerpo

y que él escarbaba buscando la pequeña libertad

que las mujeres entregamos por momentos.

—Hoy dijo que me ama— proclamó la mujer que salía conmigo al mismo tiempo

de esa cárcel de alta seguridad,

con una sonrisa cómplice y satisfecha.

Eran momentos de amor que traíamos del mundo exterior

y que no caben en un poema.

Momentos inexplicables

como cuando las pecas se multiplican en el rostro

y los hijos se pierden en abortivos clandestinos,

o esos momentos trágicos donde el tabaco no se puede vender

y no hay pan en la mesa, ni leche en los pechos,

o esos momentos que jamás se deben revelar 

como cuando ofrecemos nuestro cuerpo a los guardias

a cambio de una noche de amor dentro de una celda.

Momentos para que la noche extienda las piernas

y la noche te trague sin piedad.

Diferente es que te digan qué es el amor

sin que el amor sea una bala excepcional

tratando de convencerte

que no te matará.

 

XXXIII

No me sueltes.

Odio los abrazos. Si alguien me toca sin aviso, duele.

Sabes que el abrazo es un milagro

y debemos estar preparados.

Acercar la ternura por la cintura. Presionar un cuerpo contra un pecho.

Engarzar el cuello en otro cuello. Es un milagro.

Una comunión. Un arte imaginar que dos latidos se unen.

No me sueltes. Mañana es abril.

Y hoy que quería vivir, ya es tarde.

Ya es demasiado tarde.

La muerte me pilla por el vientre,

por donde más me duele,

por donde más he vivido.

—Vámonos.

—¿Dónde?

—Donde no hay respuesta.

Es como saludar a la estatua de la libertad

o besar por primera vez

o encontrar una medalla en el asiento del bus

o tener una fotografía en blanco y negro

o cuidar un gato invisible

o regar las plantas de tu ex novia.

Somos buenos amantes cuando viajamos.

Inocentes

cuando mentimos que conservaremos el recuerdo intacto.

Mañana es abril. No me sueltes.

No quedará nada de mí.

A lo mucho, astillas.

Y las tazas astilladas no son más que mala suerte.

Ahora que quería vivir,

la vida que golpee con furia se niega a seguirme.

La golondrina abandona el nido

y deja el papelito blanco tan temido:

“Estoy ácida”.

Prometen esculpirme una preciosa galería de heridas.

Será sencillo: cortarán aquí, coserán allá, sellarán, meterán…

Suena a carnicería, doctor.

Dos ovarios tamaño anormal, ¡por favor!

Bromeo. Me río por no soltarme.

Abrázame. El abrazo es un milagro.

Nunca entendí las señales.

Abracemos juntos la siguiente mentira.

XXXIV

El cuento de la Caperucita Roja y el Lobo Feroz

lo conoces bien.

Pero yo no soy Caperucita Roja.

Soy el Lobo Feroz con todas sus mayúsculas en su nombre y apellido.

Si yo hubiera nacido hombre

quizá hubieras pensado dos veces

antes de rendirte manso a mis pies

y no sé

si hubieras cortado mis pezuñas de igual forma,

bebido de mi hocico

y entrado en mi cueva llena de muebles rotos y conejos alegres.

Hubiera sido de otra manera.

Tú, mi Caperucita boca abajo. Sujeta sospechosa en golpe de Estado

acusada de usar mi cola como látigo.

Tú tendrías uniforme militar

y yo un arma emocionante entre las cuatro patas peludas.

Y cuando quieras huir, Caperucita manos atadas,

te rompería los tobillos con mi hocico.

Te mataría y te devolvería a la vida

como a la señorita Frankenstein en 1888.

Hubiera sido mi cuento, pero no vengo a contarte cuentos.

Y esto no es una amenaza.

Esto es una advertencia.

Krisma Mancía. San Salvador, El Salvador, en 1980. Estudió letras en la Universidad de El Salvador (UES), teatro en La Escuela Arte del Actor y perteneció al taller de talentos de La Casa del Escritor de El Salvador bajo la tutela del escritor Rafael Menjívar Ochoa. Tiene formación en escultura y cerámica por el Centro Nacional de Artes (CENAR) y desde muy joven recibió formación integral en Género y Derechos Humanos. Es creadora de la marca Eccoleqúa, especializada en joyería elaborada con materiales reutilizables.

 

Ha publicado “La era del llanto“, en la Colección Nuevapalabra bajo el sello editorial DPI (Dirección de Publicaciones e Impresos) de El Salvador, 2004; en noviembre del 2005 “Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas” ganó el I Premio de poesía joven La Garúa en la rama internacional y fue publicado en 2006 por la casa editorial La Garúa, de Santa Coloma de Gramenet, Barcelona, España; en 2016 publica “Nueva Cosecha” por la Editorial Casa de Poesía de Costa Rica y “Pájaros imaginarios y trenes invisibles entre tu ciudad y la mía” que fue editada por Valparaíso de España y publicada por la Editorial Municipal de la Alcaldía de San Salvador.

 

Varios de sus textos literarios han sido recogidos en diversos periódicos culturales, en antologías y en revistas de América Latina y España. Y ha participado en varios festivales, conferencias y recitales relacionados a la literatura a nivel nacional e internacional. Además, imparte talleres y asesora en literatura y arte-reciclable.

 

Fue la primera directora asignada a la Casa de la Cultura de la Mujer en la primera sede de Ciudad Mujer. Actualmente trabaja en el Ministerio de Cultura de El Salvador coordinando los Juegos Florales nacionales.

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