Muestra
Poemas de Carlos Bonilla Avendaño
No sé dónde comienza el mundo
y acaba la mirada.
Arrastro la feliz angustia
de confundir la piedra con la sangre.
Amo esta luz,
la escucho sin barreras,
filtrándose a pesar de tanta herida,
cantando en las bodegas interiores.
Claridad de las cosas, habitándome.
Recorro esta ciudad desalojada,
sus calles colgando del rocío,
los húmedos adobes que inauguran
al niño y su lujuria.
(alguien grita mi nombre y yo me escondo)
Recorro esta ciudad que solo existe
más allá de las cosas.
De “Alguien grita mi nombre…”:
Carlos Bonilla Avendaño (Heredia, Costa Rica, 1954). Estudió Teología y Derecho, y trabajó con comunidades campesinas y con migrantes nicaragüenses, en un acompañamiento legal, organizativo y pastoral. Posteriormente fue diplomático, representando a su país en Nicaragua, hasta su reciente jubilación. Sus poemarios publicados son: “Alguien grita mi nombre y yo me escondo” (1996), “Puerta de los ciegos” (2000), “Tren sin retorno” (2001) y “Campanas bajo el mar” (2019). Poemas suyos están incluidos en varias antologías latinoamericanas. “Como el beso de un ángel” su ultimo libro publicado el cual aparece en coedición en la Colección Bajo Cuerda de Hebel Ediciones y El último Adán de Tiberíades Ediciones. El mismo fue finalista del Premio Rey David de Poesía Iberoamericana.
De Puerta de los ciegos:
Llegaste
con violencia de milagro
pescador carpintero
quizás nunca supiste
que habías venido a embarazar el tiempo.
La duda de Pilato se volvió certeza:
una estatua de sal
una puerta
para que entren los ciegos.
Judas
Apuesto por la muerte.
Recupero el amor en su rostro de pus.
Pónme esa calavera como máscara
pues ¿qué es la verdad?
Si me suicido,
el mañana traerá su propio afán.
De Tren sin retorno:
Escucho el mar
grillos,
árboles silbantes.
Cierro los ojos,
sonidos que me inundan,
me envuelven como un mantra sagrado,
Ecos de la mortaja
que el Universo teje hacia mi cuerpo.
Invento la memoria
la restauro
la engaño
la condeno
voy bandereando el alma
sin piedad de los sueños
el frío es una línea.
el llanto y el amor solo un pretexto
¿la muerte?
una simple frontera de mi cuerpo
Inéditos:
Castel
Cuándo comenzó a enredarse el hilo de la madeja,
qué fulgor encegueció tus pupilas,
en cuál rincón te acuclillaste escondido de todos, imaginando el mar, la ventanita…
El mar, la mar, tu mar, siempre pariendo tempestades en su aparente calma.
A vos te traicionaron las palabras,
te fueron cercando, aprisionando, formando el laberinto letra a letra,
te pusieron la trampa del mar y de la mar y del amar.
Ahí apareció ella. No la buscaste, Castel,
te la trajeron las palabras,
Como la Venus de Apeles, María venía de la Mar
la miraste única mirando al mar,
insondable como la mar,
una estatua de sal entre vos y la Mar
y te embrollaste, Castel: esa fue tu condenación.
el sello de tu destino.
Lo demás fue verborrea, palabrería,
monólogo imparable,
Laberinto sin ventanas ni túneles.
No. Vos no mataste a María Iribarne, Castel.
Ella te mató.
Teología
Dios: agujero negro que atrae,
succiona,
fusiona todo y a todos hacia Sí
Luz y tinieblas:
ying y yang de Dios
el Amor.
De “En el silencio baila Salomé” (inédito)
cabellos de medusa
arponean el deseo del monarca
caderas como ánforas
ajorcas cascabeles
brazos como serpientes
cabalga entre su danza
la invisible cabeza de un profeta.
ella baila en palacio
cadencia de los brazos
rotación insinuada de su vientre
ella baila en silencio
danza para sí misma
concentra la mirada en las antorchas
en sombras que se agitan con su cuerpo
mejor ese fuego esa tiniebla
que los ojos del rey.
Luz de luna
Vaivén de angustia
encerrado en la cajita de música,
como los dedos del niño que se deslizan por las teclas del piano.
Fluye la melodía desde los jardines internos,
y la luna luna de los solitarios sube hacia la cumbre
como velo de tul que danza con el viento.
Vuelve la angustia, el niño, los jardines.
El corazón dice no.
El piano canta Si.
La melodía es una pluma, un hilo de violín,
un pueblo de silencios.
Lejana, la ciudad encinta pliega velas;
el piano y la noche escuchan.
No. No es el Claro de Luna.
No es Beethoven ni Debussy.
Es la angustia,
el niño,
el jardín interior.
En la redondez de las tortillas palmeadas
habita el barrio en que crecí.
La tortilla se dora en el negrísimo comal
aromando alacenas y rincones.
La señora Aracelly era un aplauso vivo,
palmeando al ritmo de sus caderas.
El corazón, ese rescoldo ardiente,
ojo de gato que ilumina
la noche del anafre.
Tres cosas he de olvidar y una sola merece llanto:
el deseo de trascender,
las trampas de la espontaneidad,
y el poema
barquito de papel que naufragó
en las nocturnas correntadas
de vino y alegría.