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6 textos de Guillermo Fernández

Los poemas seleccionados pertenecen al libro, “El país de la última tarde”, premio Rogelio Sinán 2020. / La fotografía utilizada para la elaboración del banner es del fotógrafo víctor Hugo Fernández 

3

 

 

Desayuno lo mismo que ayer mirando hacia el patio.

Ha caído una ligera lluvia.

Se asoma el perro por encima de la baranda,

mostrando un gesto simple de felicidad.

Por un minuto me gustaría que este se alojara en mí

y que yo fuera el perro bonachón que nada sabe.

 

Por un minuto no conocería la incertidumbre,

la humana, irrespirable incertidumbre.

Por un minuto el perro rogaría volver a su invencible esencia.

 

 

 4

 

 

Durante el paseo con mi hija de seis años,

con mi hija que lo mira todo,

hasta lo que está invisible,

veo cómo se dibujan a su paso las hormigas,

las flores rancias de los jardines

y las que están en su apogeo,

veo cómo se inclina al perro que está dormido

y le hace esas preguntas

que jamás le haría yo a un perro dormido,

y cómo hace que los gatos la acaricien

como si la estuvieran esperando desde la eternidad.

 

Ella va explicando la existencia del mundo

con sus modestas hipótesis.

Me pregunta por qué el cielo es tan azul

y de pronto pienso en planetas áridos,

rodeados de noche perpetua.

Quien no invoque el azul

convive con el ingrato desinterés.

Se puede convertir la costumbre en una mutilación. 

 

“A qué distancia está aquella montaña”.

Y de pronto sale la montaña

con el mojigato volcán silencioso.

 

“¿Ya viste la mariposa que te pasó por la cabeza?”

“¿Cuál mariposa?”

Y vuelvo a ver, saliendo de mi sopor,

y allí estamos los dos buscándola,

en el día infinito,                                                                                

como si ese instante quedara fuera del tiempo.

 

 

6

 

 

Una vez más puedo decir que agradezco este día,

no por los deseos cumplidos

o las cargas que ya no llevan mis hombros,

sino por esta constante luz,

que debe ser un cántico que no escuchamos.

Luz sobre las hierbas mientras las frisa el viento,

nubes que serían opacas y torvas

sin esa granja de claridad

donde imagino el silencioso movimiento de bestias celestiales.

 

Agradezco sobre mi mesa un café

cuyo sabor aún no se me escapa.

Ya habrá tiempo para que no tenga ninguna facultad mi boca.

Y otro tiempo más para que no exista boca,

ni el deseo de tenerla para comentar con alguien lo mal

que está el clima.

O las perennes tribulaciones del país.

 

Agradezco también la pequeña tristeza.

Las grandes no pudieron demolerse.

Todos tenemos una pirámide de Keops

que aún la fuerza del desierto no extingue.

Puedo convivir con algunas cosas deterioradas.

No con todo un universo caótico.

Prefiero pensar que hay un ritmo que nos recuerdan las flores,

que no dejará todo en manos de una presencia oscura.

Hay un ritmo excelso contra la presencia oscura

que hemos conocido tan de cerca como la misma piel.

 

Compruebo mi modesta felicidad por vestir esta piel.

Prefiero pensar que no es el fino barrote de una cárcel.

Cuántas luchas ha ocultado sin que nadie lo sospeche.

Luchas del tamaño de una ciudad,

con su espantoso esmog.

Momentos únicos como el nacimiento de una estrella.

Una vez más siento que la vida es una llama,

que me produce esta furiosa insatisfacción cada atardecer,

esta rabia que convive ya conmigo como el tigre

que me devora bocado tras bocado

sin que pueda de mí jamás saciarse.

 

 

 11

 

Tal parece que la luz atardecida

que cae sobre tu cabeza

en este súbito y generoso silencio

es toda la felicidad que está a tu alcance

y que de no reconocerlo ahora

se irá de tu vida para siempre.

 

 

14

 

Sobre los hombros de un niño a veces me sostengo.

Tiene cinco años.

Lo llevan a la plaza.

Comprende lo que es el sol, la brisa de la tarde,

unas cuantas piedras en el breve camino,

el olor simple de la hierba.

 

En su semblante aún tengo asombros

que parecen fieles,

fieles como unos cuantos perros que me siguen.

 

En el recuerdo de sus alegrías

he aguantado el mundo,

como un pozo necesario que a veces se oculta

y que busco muerto de sed.

 

Seguirá teniendo toda la vida pocos años.

Con su poca fuerza, mientras yo respire,

me dirá por dónde detenerme

y quitarme ansiosamente el antifaz,

para sentir el libre viento en todos mis rincones.

 

 

 

   20

 

He vuelto a pasar por donde vivías hace años

y me embruja de pronto esa parte de la cuadra,

y me visto de nuevo de la desnudez

con la que puedo entrar, segundo a segundo,

al recuerdo.

 

Ya sé que ya no estás

en esta casa reconstruida.

Y no hay un agujero de gusano

que me lance ileso hasta su umbral,

para de nuevo tocar el timbre

esperando que asomés por la ventana del segundo piso.

 

No hay agujeros de gusano

hacia los momentos únicos.

Solo hay sueños donde puedo seguir esperando a que me abrás la puerta:

un sueño recurrente que termina

en sombras incapaces de encontrarse.

Los sueños no resuelven nada

y solo tienden a complicar en miles de episodios

inconclusos lo que no hemos alcanzado:

ese abrazo profundo,

esa confesión que se quedó encerrada en la boca.

 

Sé que hay cosas que se mantienen invictas

en tu antiguo barrio.

La ebanistería que atiende el incansable albino,

 

La calle hacia el cementerio,

que sigue con su misma arquitectura.

tan poco ostentosa que da un gusto pensar en el folclor de la muerte,

Los postes de luz que continúan casi con la misma herrumbre,

la misma luz que declina hacia el celaje de cualquier momento.

El mismo de tu época y la mía,

cuando había ese vientecito extraño

que nos acarició el rostro

y que te impulsó a besarme y yo a caerme en ese beso

como la redención a toda humillación del porvenir

que ya tenía previamente el consuelo de ese beso.

 

He vuelto a sonreír pasando por tu antigua casa.

Ya no estás adentro ni en ningún vestigio de ese inmueble.

Lo que seás hoy y lo que sea yo ahora

nos asustaría a ambos si pudiéramos mirarnos a los ojos.

No podríamos creer que la emoción intolerable

al vernos en un recreo de la escuela,

tuviese tanto poder que aún, humildemente, perseguimos,

en esta mágica tarde decembrina.

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Guillermo Fernández, San José, Costa Rica. (1962) Se graduó en Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Es máster en Docencia Universitaria. Ha sido ganador del premio Nacional de Literatura en Poesía (1997), Cuento (2013) y Novela (2020).  Ha laborado como capacitador y editor en diversas instituciones privadas y del Estado.

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